HEMEROTECA HISTÓRICA
Enrique Díez-Canedo
VALLE-INCLÁN, LÍRICO
La Pluma, nº 32 (enero 1923).
Especial dedicado a Valle-Inclán, pp. 15-18.
IDESDE que Valle-Inclán publicó su libro inicial Femeninas, en 1895, hasta que da sus primeros versos, pasan doce años. Aromas de leyenda es de 1907. De esos doce años son las Sonatas, todas las novelas y cuentos menores, la primera «comedia bárbara». Casi la mitad de su obra está hecha; su personalidad, plenamente definida.
Pasaba, con toda su labor narrativa, por uno de los prosistas esenciales del tiempo. Sin embargo, así que se anunció su nuevo rumbo, se le vio a su verdadera luz: un poeta.II Todo se explica con esta palabra. Nada más despoetizado, en la literatura cursiva de hoy, que el teatro, si no es la novela. Teatro y novela, cuando se levantan del medio nivel, empiezan a ser poesía. Cuando no, son cámaras sin luz natural. Aunque en ellas ardan mil faroles y antorchas les falta holgura, se les ha enrarecido el aire. Un novelista, un dramático tienen que «justificar» demasiadas cosas, esforzarse en hacer posible lo que desde el primer momento se sabe que es ficción, revelar en la vida inventada lo que la vida verdadera suele esconder. Un trabajo más que de Hércules: explicar la vida. El poeta, sólo, acepta la vida en toda su inexplicable grandeza.III Valle-Inclán—se dice—no es un escritor en quien se refleje la vida de su tiempo. Cierto: no explica cómo está confeccionado el traje de una dama, ni describe una fiesta de sociedad, ni dice cómo es un mueble de lujo; tampoco se detiene a medir las fuerzas del trabajo, ni a lamentarse con los oprimidos, ni a amenazar a los fuertes. El tiempo en sus libros no suele contenerse tan fielmente como en los románticos; recuérdese a Alfredo de Musset, en sus novelas: «En febrero de 1580...», «Era, si no recuerdo mal, en 1825...», «Por los últimos años de la Restauración...». En Valle-Inclán el tiempo se indica vagamente o no se indica en absoluto; pero aun en este último caso, sus personajes aparecen tan bien plantados en él como el Pablillos velazqueño en su fondo perdido. Con el lugar, le sucede otro tanto. Si recordamos uno de sus paisajes lo recordamos indefectiblemente unido a una situación, a un alma. Esa vaguedad, esa totalidad de impresión no son otra cosa que poesía.IV No tenemos, de fijo, por lo más importante que ValIe-Inclán haya impreso los tres tomos puramente líricos: Aromas de leyenda (1907), La pipa de Kif (1919), El Pasajero (1920). Son sus «Parerga y Paralipómena». Ciertamente, por sí solos tienen indudable valor. Pero hay que leerlos situándolos en la obra, dándoles su puesto en la serie: Aromas de leyenda después de Flor de santidad; La pipa de Kif con los «esperpentos»; El Pasajero al margen de La lámpara maravillosa. El subtítulo del Pasajero, «claves líricas», conviene a la colección completa de los versos de Valle-lnclán. En todos hay, no una alusion, pero si una resonancia íntima de las obras mayores.
El primer libro canta en versos sencillos, entonados como los de la lírica primitiva, espolvoreados de cantarcillos gallegos, como un dulce monjil con azúcar bien cernida, trovas ingenuas «en loor de un santo ermitaño». Praderías verdes, rústicos pastores y rebaños de égloga van ordenándose alrededor de las ascéticas figuras con la gracia tosca de un nacimiento. En el segundo la realidad asume su máscara grotesca, estilizando en mueca su gesto de horror. En el tercero la idea se sutiliza; el recuerdo íntimo o la visión fugaz toman cuerpo en palabras que son, más que una representación formal, un signo algebraico.V Elemento importantísimo en la poesía de Valle-lnclán es la rima. Su arte métrico, en términos generales, viene de la reforma asentada en el verso español por Rubén Darío; aspectos especiales de ella la aproximan a la de Guerra Junqueiro, en Os simples. Pero ninguno de estos poetas concede a la rima el valor que le asigna el nuestro. Valle-lnclán habla de Banville y de su «punto de extravagancia».
La rima perfecta, el consonante escogido, le sirven a Valle-lnclán para dar timbre y color a su poesia, para iluminarla o ensombrecerla. De todos nuestros poetas, él solo sabe hasta qué punto el consonante merece ser atendido. Los derroteros de la poesía nueva lo suelen marcar como una sirte. No falta quien lo considere como una transacción: dar al vulgo lo que es del vulgo. Nuestro poeta, no. Usándolo siempre—raras veces emplea el asonante y en verso suelto sólo recordamos de él una breve composición no recogida en volumen—, lo somete a la ley que le dicta la poesía; y asi aparece, en los Aromas, claro como tinta de miniatura; en el Pasajero, es moderado auxiliar del ritmo; en la Pipa es rey y juglar a un mismo tiempo. Sabe arreglar la economía de una composición y dar a punto la voltereta.VI Sobre todo, en la poesía de Valle-Inclán, hay una cosa: no es poesía de superficie. Detrás de cada evocación poética suya siempre se esconde algo. Las palabras no agotan la sensación. Nadie se parará en la imagen que evocan, porque esa imagen trae consigo, como un cortejo inefable, una teoría de sugestiones.
Esto y su tendencia a unir en un verso cualidades que son, en sentido absoluto, privativas de otras artes, modulándolo, modelándolo y matizándolo, le convierten de lleno en uno de los más sutiles representantes del simbolismo, más que el propio Rubén Darío, porque lo es de manera más constante. Y el simbolismo no se confina, con Valle-Inclán, en la nostalgia del misterio, sino que, a ratos, despliega un doblez de humorismo, como en una catedral gótica bajo las espirituales agujas erguidas que apuntan al cielo, aparece de pronto la jeta de una gárgola.
E. DÍEZ-CANEDO.
El Pasajero, nº 21,
primavera
2005