La conciencia artística en Valle-Inclán. Unas declaraciones olvidadas de 1904

Javier Serrano Alonso (Universidad de Santiago de Compostela)



    En 1995, en el marco del Congreso Internacional Valle-Inclán y el Fin de Siglo, di a conocer un documento valleinclaniano hasta el momento desconocido, y que en su parte más importante reproduje y comenté levemente [1]. Se encuentra en un libro de José León Pagano, quien, en 1904, reunió en un volumen diversas entrevistas con personalidades literarias del momento [2]. No hay ninguna con don Ramón del Valle-Inclán. No obstante, cuando Pagano se entrevista con Vicente Blasco Ibáñez, nos informa de la presencia del periodista Rodrigo Soriano y de Valle-Inclán. Casi se puede afirmar que el protagonista de dicha entrevista no es el famoso escritor valenciano, sino don Ramón, quien en un momento de la conversación asume toda la atención del grupo. En primer lugar, tanto Valle como Soriano realizan una serie de afirmaciones conjuntas:
 

observan que España, en pintura, ha perdido casi un siglo, y agregan que los extranjeros (los retratistas ingleses, sobre todo), lo han aprovechado ventajosamente estudiando a Goya y a Velázquez. Los pintores españoles fueron a buscar en el extranjero el tesoro que tenían en su propia casa. (Pagano, 1904, p. 167)


y, en ocasiones, se incorpora Blasco Ibáñez:
 

Los tres autores están de acuerdo en que Zorrilla es el más grande poeta de España, así como Campoamor  lo es del siglo. (Pagano, 1904, p. 167)
Valle-Inclán por Pedro Oroz en un grabado de 1904
Pero, muy pronto, desde el mismo principio de la charla, Valle asume la faceta de orador principal e inicia un discurso en el cual la lengua literaria se convierte en el objeto de análisis. Por su novedad, reproduzco íntegramente la transcripción de sus palabras realizada por José León Pagano:
 
A este punto Valle Inclán se entusiasma, abre una disertación sobre la riqueza lexicográfica de Zorrilla, y consigue transmitir su entusiasmo a los demás que le rodeamos. Y termina por declarar que el castellano es un idioma bárbaro.
    Blasco Ibáñez le exhorta a concretar sus ideas al respecto, y Valle Inclán accede a ello diciendo:
    - Yo creo que el castellano es un idioma todavía por labrar. Es un idioma de oradores y no de literatos.
    La literatura que aquí se llama castiza -todo el siglo XVII- vale mucho menos por el espíritu que por la forma. El ritmo y la eufonía tienen un carácter primitivo en todos nuestros grandes escritores. Los de todos los tiempos. Hay poetas como Calderón que ganan al ser traducidos en prosa. Cervantes es más genial por su espíritu que por su manera de escribir.
    Los dos grandes elementos retóricos -quizá tomo la palabra retórica en un sentido demasiado amplio- son el ritmo y la eufonía. El ritmo es el movimiento, que debe variarse de una manera sabia adaptándolo al pensamiento. El mismo Cervantes no posee más que una forma rítmica; es verdad que muy amplia y muy elegante. El párrafo cervantesco es siempre de igual medida tónica, y el ritmo debe variar con los asuntos.
    La eufonía de la frase, la sonoridad de la cláusula fue siempre mejor sentida, pero nunca muy variadamente. Lo digo con franqueza: yo creo que el idioma, en cuanto se refiere a la eufonía y al ritmo, es completamente bárbaro.
    Sobre estas cosas tengo toda una larga teoría -es muy larga y sobre todo muy larga de explicar. Voy a intentarlo sin embargo.- Nuestra lengua castellana parece tener horror al apóstrofe que por otra parte existe en cuantos dialectos se hablan dentro de España. Este horror al apóstrofe parece exclusivo de la meseta central. El castellano viejo pronuncia cada vocablo neto y aislado, independientemente del que le antecede y del que le sigue. Todas las palabras tienen una terminación definida, clara, nítida. No hay vocales intermedias, todo es terminante. Ningún vocablo se funde con otro. Todos demarcan sus fronteras. Es el espíritu de raza, orgulloso, individual, enemigo de asociaciones.
    En castellano debe buscarse la harmonía no sólo en el período, no sólo en la cláusula, sino en el vocablo aisladamente.
    Yo comprendo la cláusula como un collar de perlas, donde cada una está aislada y puede lucir sola. Las perlas son los vocablos.
    Aborrezco ese período que llaman castizo, en el cual no se encuentra la harmonía cuando no se le pronuncia de un aliento. Yo quiero que las palabras puedan desgranarse una a una sin que se desvanezca el ritmo de la cláusula, y se vean como las perlas del collar.
    Tengo otro ejemplo para explicar mi idea. Hay cláusulas que son como las pirámides. Si las pirámides fuesen demolidas, en los escombros no quedaría huella de la harmonía del todo; los restos no tendrían ni el menor valor artístico. La cláusula debe ser como la Venus de Milo: admirable con los brazos y sin ellos. Si hoy apareciesen los brazos de la diosa, así separados del cuerpo serían admirables también; una sola mano que apareciese ya sería admirable de por sí misma. La Venus de Milo es siempre una diosa a pesar de todas las mutilaciones.
    Nuestra lengua castellana debe cincelarse hasta conseguir con ella hacer sentir el ritmo y la eufonía en cada palabra, que debe sonar aislada y unida.
     La repugnancia del castellano al apóstrofe, hace que en él exista el mayor número de palabras de una sílaba, con valor propio. Las palabras de una sílaba, son un obstáculo para la sonoridad y la eufonía. Hay que hacer con la prosa lo que Zorrilla hizo con el verso: una artística ponderación de las palabras de dos y de tres sílabas para destruir el efecto desagradable y durísimo de los relativos, de los artículos, de las proposiciones y de los pronombres monosilábicos, los cuales jamás se funden con la palabra que les antecede o les sigue, sonando por eso mismo siempre aislados.
    Otra cosa hay que trabajar en la prosa como en el verso: la variedad de acento en los vocablos. Las palabras llanas, agudas y esdrújulas deben combinarse sabiamente. En la labor literaria no debe dejarse nada ni a la casualidad ni al instinto.
    La sintaxis castellana es bastante rica. El literato debe tener un cabal conocimiento de ella, pues cada cláusula debe tener una arquitectura distinta.
    No afirmo que esta sea la manera literaria única, pero creo que es una manera, y para cierto linaje de asuntos la mejor. Tal vez sea la evolución hacia el verso del porvenir. Por que verdaderamente la métrica actual, con sus consonantes en la punta, y sus estrofas regulares, es una forma primitiva y nimia.
    Tampoco creo que este procedimiento literario deba ser seguido por todos; pero creo que todos deben hacer ensayos y estudios de esta índole.

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    Y Valle Inclán los hizo, y obtuvo resultados excepcionales.
    La técnica disquisición interesó a Blasco Ibáñez, quien invitó a Valle Inclán a que desarrollara el tema en algunos artículos para El Pueblo, de Valencia, diario que dirige el novelista egregio. (Pagano, 1904, pp. 167-172)


    Es interesante ir descubriendo las ideas que expone Valle. No es la primera ocasión, ni tampoco la última, en la que la lengua castellana en concreto se somete al examen de don Ramón. Casi siempre el escritor tuvo del castellano un concepto generalizador. En La lámpara maravillosa leemos que es una lengua de «sojuzgadores»; en 1904 su idea no era muy distinta: «Es un idioma de oradores y no de literatos». Antes ya había calificado al castellano con el fecundo adjetivo de «bárbaro» [3].

    De nuevo retorna a la literatura áurea, con el respeto que siente personalmente como autor por dicha época, pero con la distancia que establece frente a ella todo escritor modernista, y recordando lo que afirmaba un año antes acerca de los autores clásicos: «hasta ahora jamás se me ocurrió tenerlos por inviolables e infalibles» [4]. Allí encontramos algunas afirmaciones interesantes que, ciertamente, son totalmente novedosas: desvaloriza la literatura de la Edad de Oro («vale mucho menos por el espíritu que por la forma»), lo cual le lleva a entender que es una literatura primitiva en cuanto a la transmisión de emociones, ya que resultan arcaicos en la utilización del ritmo y de la eufonía. Esto es un principio elemental para todo simbolista, como Valle-Inclán, pues la esencia de su literatura es la transmisión de emociones
 

La condición característica de todo el arte moderno, y muy particularmente de la  literatura, es una tendencia a refinar las sensaciones y acrecentarlas en el número y en  la intensidad. Hay poetas que sueñan con dar a sus estrofas el ritmo de la danza, la melodía de la música y  la majestad de la estatua [5]


    Así, prefiere a Calderón traducido, quien gana al verse en otra lengua, aunque Cervantes es, y en esto se diferencia de los demás autores de su tiempo, «más genial por su espíritu que por su manera de escribir».

    Pero, si algo resalta de esta disertación, a veces demasiado técnica para lo que era habitual en Valle, es su reflexión sobre la conciencia profesional del escritor. Hasta cierto punto, parece desdecirse de lo que manifestaba dos años antes, incluso uno, cuando afirma que «En la labor literaria no debe dejarse nada ni a la casualidad ni al instinto», concepto que parece contrapuesto a la máxima que defendía para la literatura, el empeño por «expresar sensaciones» frente a la expresión de ideas. No debe, pues, confundirse en la poética valleinclaniana la «expresión de sensaciones» con la creación literaria intuitiva. La intuición participa en la creación, pero sólo en su base. A continuación viene el trabajo con el material literario, con la lengua, de la cual tiene plena consciencia don Ramón, y de ahí todo su pensamiento sobre el idioma castellano acerca del cual pormenizará en 1916 en La lámpara maravillosa, pero cuyos principios teóricos ya están establecidos en 1904, según demuestran estas manifestaciones. Valle siempre tuvo presente que la labor intelectual del creador era esencial para la consecución de la obra artística: hablaba, en 1902, de la necesidad de refinar las sensaciones y de acrecentarlas en el número y en la intensidad. Todo, incluso el empleo de la sinestesia, es consecuencia de un proceso elaborador que es ajeno totalmente a la fortuna o a la intuición. Por ello, el escritor debe tener un conocimiento asentado y firme de los materiales que emplea y con los que será capaz de construir su estilo, y acaso el principal de estos materiales es el elemento primario: la lengua [6]. En estas declaraciones de 1904 parece este el objetivo de don Ramón: mostrar su dominio sobre la praxis lingüística, y sobre la teoría estilística, a la vez que proporcionar una serie de elementos para la reflexión y el debate, como propone finalmente: «Tampoco creo que este procedimiento literario deba ser seguido por todos; pero creo que todos deben hacer ensayo y estudios de esta índole» [7].

    Claro que, por otro lado, está el análisis puramente lingüístico de las apreciaciones de don Ramón. No es esta ocasión de entrar en ello, pues sólo vendríamos a juzgar hasta qué punto Valle-Inclán conocía lo que era una cláusula, la tonalidad, un relativo o la sintaxis, y sea o no su conocimiento ajustado a los preceptos lingüísticos, lo que dice Valle es suficientemente comprensible, además de que debemos entenderlos desde una perspectiva exclusivamente literaria. Que el autor emplee el término «cláusula» como sinónimo de «frase» pero que a la vez le esté atribuyendo su antiguo valor retórico de cursus latino no es en ningún caso un error, todo lo contrario, está enriqueciendo un concepto puramente sintáctico al darle un valor rítmico, y siempre con un fin exclusivamente literario. Lo importante de estas expresiones valleinclanianas son la manifestación plena de la conciencia artística, de la actividad literaria de un escritor plenamente sumido en una renovación no sólo literaria, sino que también lingüística.
 

                                                                ©  Javier Serrano Alonso
                                                                     diciembre 1999
 

NOTAS

1. Formó parte de mi ponencia «La poética modernista de Valle-Inclán» que posteriormente se editó en las actas del congreso, Luis Iglesias Feijoo et al (eds.), Valle-Inclán y el Fin de Siglo, Santiago de Compostela, Universidade de Santiago de Compostela, 1997, pp. 59-81, y más en concreto, la reproducción del texto y su breve comentario está en las páginas 77-81.

2. José León Pagano, «Vicente Blasco Ibáñez», Al través de la España literaria, Barcelona, Maucci, 1904, pp. 167-172

3. Sobre la fortuna del adjetivo «bárbaro» en la literatura finisecular y en Valle-Inclán, véase la síntesis que realiza Leda Schiavo:  «La "barbarie" de las Comedias bárbaras», en Ángel G. Loureiro (ed.): Estelas, laberintos, nuevas sendas. Unamuno, Valle-Inclán, García Lorca, la Guerra Civil, Barcelona, Anthropos, 1988, pp. 191-203.

4. Prólogo a Melchor Almagro Sanmartín, Sombras de vida, Madrid, A. Marzo, 1903, p. XI.

5. Ramón del Valle-Inclán, «Modernismo», La Ilustración Española y Americana, VII, 22 de febrero de 1902, p. 114.

6. También en 1902, en la reseña del libro de Manuel Bueno, A ras de tierra, afirmaba lo mismo sobre el trabajo elaborado que suponía la literatura:

creía que el literato debía ante todo tener ideas literarias. Cuando menos una noción de la vida de la belleza, del lenguaje, de la harmonía y del estilo
7. Esta postura tan profesional de la labor del literato fue bien percibida por los contemporáneos del escritor. Como ejemplo, valga la descripción que realiza Ricardo Fuente de Valle-Inclán:
Cuando escribe se preocupa hasta el punto de ponerse calenturiento, de las asonancias,  repeticiones, verbos auxiliares, relativos, de todas esas garambainas que embarazan la producción literaria y la convierten en dolorosísimo parto que desgarra las entrañas y agota las fuerzas. (Fuente, «Un escritor mundano», De un periodista, Madrid, Romero Impresor, 1897, p.196)

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