Valle-Inclán sub rosa
 

Mª Teresa González de Garay

Universidad de La Rioja



 

        Comunicación presentada en el II Congreso Internacional «Valle-Inclán en el siglo XXI»,
Universitat Autònoma de Barcelona, Bellaterra, 20, 21 y 22 de noviembre de 2002.
    Es claro que don Ramón del Valle-Inclán supo oír la «flauta griega» desde sus primeros despertares al mundo del arte y de las emociones estéticas. Ese proceso ha sido narrado y analizado por él mismo en su Lámpara maravillosa con detalle y sinceridad prístina, desde una perspectiva autobiográfica, a pesar de las abstracciones filosóficas, gnósticas, esotéricas, místicas y metafísicas que ese texto contiene. El libro será de capital importancia para comprender muchos de sus procesos poéticos, cifrados y simbolizados con uno de los emblemas constantes de la poesía occidental, la rosa, especialmente intenso en El pasajero. Dos libros casi «mellizos», como ya apuntó atinadamente Emma S. Speratti-Piñero.
    Se oye a menudo sobre los estudios de Valle-Inclán que la poesía ha sido la parte más desatendida de su obra. Y es cierto que hay más estudios y artículos sobre su teatro, sobre todo en su faceta del esperpento, y sobre su narrativa, pero hay que reconocer que El pasajero ha sido muy bien analizado en lo básico (temas, rutas del yo, caminos estéticos, ordenación, especialmente en sus conexiones con La lámpara maravillosa) y en sus elementos esotéricos, teosóficos y místicos, por autores como Antonio Risco, Giovanni Allegra, Emma Susana Speratti-Piñero, Carlos Gómez Amigó, Virginia M. Garlitz, J. Servera Baño, Iris Zavala, Clara Luisa Barbeito, Rosa Gálvez, etc. 1 Y que las nuevas relecturas siguen apareciendo, como se puede comprobar en los artículos de la revista cultural Cuadrante, hecha en Vilanova de Arousa por la Asociación «Amigos de Valle-Inclán», y en la revista virtual El Pasajero (www.elpasajero.com), del «Taller de Investigaciones Valleinclanianas» de la Universidad Autónoma de Barcelona, entre otras publicaciones exclusivamente dedicadas a Valle-Inclán.
   
    La rosa, en La lámpara maravillosa y, más intensamente, en El pasajero es un símbolo absoluto, dúctil y rotundo. Con razón escribe Speratti-Piñero que el libro debió llamarse Poemas de las rosas. En El pasajero todas sus claves, excepto en «Alegoría» (clave XI), «Vitrales» (clave XV), «Karma» (clave XXXIII) y «Asterisco» (clave XXIII, en la que la protagonista es una «bella dueña» de ciencia cabalística que invoca a Belial ante el espejo, mostrándose como el perfecto complemento femenino del diabólico, huidizo, lascivo y sombrío amante de la clave siguiente, la XXIV, «Rosa de Belia»: «Como el enemigo/ en tu sueño estoy,/ te gozas conmigo…/¡Soy el que no Soy!», Valle, 1995: 128-31) y excepto en «La trae un cuervo» y «La trae una paloma» (claves XXIX y XXXI), elidida la flor, todas exhiben LA ROSA en el título, que añadido, como ha señalado bien Rosa Gálvez al término «Claves» 2, confiere a la estructura del libro una armazón de enigma y misterio que habrá que ir desgranando en la atenta lectura de todas las claves y a ser posible acudiendo a La lámpara maravillosa para ampliar matices y ver razonamientos discursivos que inciden en la misma temática. Pero el elemento autobiográfico, la confesión del yo —artista y hombre— están presentes en los dos libros. En El pasajero, la Clave XXIX, «La trae un cuervo» que anteriormente se había publicado con el título «El pasajero», enfrentado el poeta-peregrino a la muerte, asumida la derrota vital tras años de lucha, sólo desea el retiro contemplativo, la intensa vida interior y solitaria, los montes de su infancia y juventud gallegas y una visión en que las flores —la rosa— y las almas —su alma— sean semejantes y análogas, «hermanas», hijas de una misma voluntad y naturaleza. Así que la rosa que trae el cuervo (cuervo de resonancias bíblicas —Arca de Noé— lo mismo que la paloma) puede ser la de la muerte y el desengaño pero estos son asumidos en la paz del imaginado sepulcro, buscando siempre el éxtasis de la comprensión de la Unidad de todo lo diverso, fugitivo y disperso, que había definido ya en anteriores claves. Unidad entre muerte-alma-rosa, visión pura que anule el miedo de la muerte transmutándolo en serena belleza espiritual y en renunciamiento, elevando al poeta al sosiego permanente y final porque entonces será el momento de cerrar el arco contemplativo y místico que enlaza ésta con el origen de la vida y con la niñez. Bien es verdad que los últimos seis versos están encerrados entre tres oraciones interrogativas que convierten el deseo en zozobra y en algo a conquistar. Escribe Valle en su Clave XXIX:

 

¡Tengo rota la vida! En el combate 
De tantos años ya mi aliento cede, 
Y al orgulloso pensamiento abate 
La idea de la muerte, que lo obsede. 

Quisiera entrar en mí, vivir conmigo, 
Poder hacer la cruz sobre mi frente, 
Y sin saber de amigo ni enemigo, 
Apartado, vivir devotamente. 

¿Dónde la verde quiebra de la altura 
Con rebaños y músicos pastores? 
¿Dónde gozar de la visión tan pura 

 Que hace hermanas las almas y las flores? 
¿Dónde cavar en paz la sepultura 
Y hacer místico pan con mis dolores? 

(Valle, 1995: 140)

    Por otro lado el peregrino-pasajero de La lámpara maravillosa , en la sección VIII de «El quietismo estético», rememora un episodio de su infancia en el que conoció a una santa sintiendo una gran felicidad asociada a esta experiencia, que no casualmente se produjo en el huerto de rosales. Estamos ante el mismo peregrino, sólo que en los dos momentos más separados del arco temporal, la infancia y la edad en que la muerte se hace presente. Pero la aspiración ante la muerte tiene el mismo aroma de la rosaleda, las mismas ambiciones, deseos y necesidades. El pasajero querría gozar de la visión que tuvo en su infancia para que en ese gozo el dolor, adquirido en el camino de la vida, fuera una fuente nutritiva más del sentimiento místico que recorre con tanta minuciosidad en su Lámpara maravillosa :

 

    Después de muchos años he vuelto como un peregrino a visitar el huerto de rosales donde en la tarde azul, la tarde que es como el símbolo de toda mi infancia, tuve la revelación de aquella santidad (…) Aún evoco y revivo en mí la emoción sagrada (…) Bajo la sombra de los viejos cipreses, mi alma de niño enlazaba la emoción estética y la emoción mística, como se enlazan en la gracia de la rosa color y fragancia. Acaso fue aquella mi primera emoción literaria. Yo había llegado a encarnar en la sustancia de la vida y en sus sombras más bellas las historias piadosas y los cuentos de  princesas que me contaba mi Madrina.
    La tarde azul en el huerto de rosales fue el momento de una iniciación donde todas las cosas me dijeron su eternidad mística y bella (Valle, 1958: 672-73).

    Y tampoco es casual que la segunda clave de El pasajero —estamos en el inicio del libro por tanto— se titule «Rosaleda», y codifique de modo más general, con símbolos y abstracciones filosóficas y místicas (de recia raigambre literaria y religiosa: la selva nocturna de Dante, la noche oscura de San Juan de la Cruz, las soledades selváticas de Góngora, etc.), la experiencia que ya había relatado en prosa:

 

Cuando iba por la selva nocturna, sin destino,
Escuché una esperanza cantar sobre el camino,
En la alborada de oro. Yo pasaba. Su canto
Daba sobre una lírica fresca rama de acanto.

Saliendo de mi noche, me perdí en un recinto
De rosas. Por los métricos sellos de un laberinto,
Los senderos en fuga culterana y ambigua,
Conjugaban el tema de la fábula antigua.

Conversé con las rosas, y, como un amuleto
Recogí de las rosas el sideral secreto.
Los números dorados
De sus selladas cláusulas, me fueron revelados.
 

Mi alma se daba,
Dándose gozaba,
Y trascendía
Su esencia en goce.
Se consumía
En la alegría
Del que conoce.
(Valle, 1995: 96)

    Porque la rosa es la belleza encerrada en lo efímero, pero también es una condensación de tiempo y un símbolo de la finalidad, de logro absoluto, milagroso, y también de perfección. Asimismo simboliza el renacimiento místico, como el cráneo y el Ave Fénix, y en este sentido podría relacionarse con el Sagrado Corazón de Jesús. La rosa, roja, blanca o amarilla, era una de las flores preferidas por los alquimistas, cuyos tratados se titulaban a veces Rosales de los filósofos. Y en la poesía barroca se estereotipa hasta la saciedad representando el estímulo para cantar un radical carpe diem o para preparar el ánimo ante la fugacidad, fragilidad y vanidad de todo lo terrenal y lo temporal, que Valle-Inclán identificará en ambos libros con Satán y con el infierno 3 .

    La rosa exhorta unas veces a la virtud y a la máxima comunión con la naturaleza, el arte y el mundo cumplido de la revelación de la unidad del cosmos, y el de la fe, la esperanza y la gracia, pero otras incita a pecar, a transitar el mundo de la carne, la lujuria, la violencia, el orgullo altivo y el desplante de Luzbel. En Valle-Inclán la variedad de los significados que alcanza el símbolo de la Rosa es riquísima y casi inalcanzable: la rosa es el «número áureo», la geometría perfecta de las formas, la música, el tetragramaton cabalístico, la proporción pitagórica, la idea de Platón, la esencia del aroma y del color, etc. No hay más que releer «Rosa de Zoroastro» (clave XXVII), «Rosa gnóstica» (clave XXVIII), «Rosas astrales» (clave IX), «La rosa del sol» (clave X), o «Rosa métrica» (clave IX). Tantos significados condensa Valle en sus claves róseas que autores posteriores, buenos conocedores de la poesía española del siglo XX, como el «Contemporáneo» mexicano Xavier Villaurrutia, aludirán oblicuamente a estas variadas y exprimidas rosas de la tradición clásica, romántica, simbolista, modernista y vanguardista, que es donde Valle se sumerge. Villaurrutia intentar crear —desde los cinco sentidos humanos renovados y alertas— una rosa nueva y enigmática, pero siempre a partir de ellas y de sus referentes.

    Esto creo que es una de las cosas que se pueden rastrear en las influencias que los poemas de Valle hayan podido ejercer en autores posteriores, especialmente hispanoamericanos, quizás porque el modernismo hispanoamericano fue tan intenso y extenso que dejó marcados a los poetas por espacio de varias generaciones. Valle fue un apasionado defensor de la poesía de Rubén Darío, al que menciona y homenajea en varias ocasiones a lo largo de sus poemas. “Darío me alarga en la sombra/ una mano, y a Poe me nombra” (Valle, 95:153), y de otras obras (recuérdese la famosa aparición de Darío en Luces de Bohemia), y un buen conocedor de las culturas hispanoamericanas, la mexicana sobre todo («Rosa de Túrbulos», clave XVIII, está dedicada a una reina maya que encarna la «rosa en llamas», la encendida rosa de la tentación, mientras el poeta libera del alma «su grito azul» (Valle, 1995:120-22). Con Darío comparte muchos símbolos e ideas estéticas: el azul, la rosa, el gusto por la música y el ritmo de los versos métricos y los acentos sonoros, «el rey de las Islas de las Rosas fragantes» de la Sonatina de Rubén Darío bien pudiera ser el que se pasea por la rosaleda-laberinto para después incendiarse y llegar hasta la «Rosa de mi abril»: «En mi pecho daba su canto/ el ave azul de la quimera/ y me coronaba de acanto/ una lírica Primavera./ Ciego de azul, ebrio de aurora,/ era el vértigo del abismo/ en el grano de cada hora,/ y era el horror del silogismo./ ¡Clara mañana de mi historia/ de amor, tu rosa deshojada,/ en los limbos de mi memoria/ perfuma una ermita dorada!» (Valle, 1995: 135. Las cursivas son mías). Y es a la luz de las claves róseas de Valle-Inclán, y toda la tradición que éstas recogen y condensan, como el «Nocturno rosa» de Villaurrutia cobra mayor profundidad y relieve y se llena de resonancias.
    Villaurrutia indagó en una rosa que se despegó ya con Valle olímpicamente de parte de las preocupaciones morales, religiosas y metafísicas de los poetas españoles del siglo XVII, a pesar de que éstos hayan sido —y sean— unos maestros irremplazables. Aunque nuevos sentidos y nuevas conexiones se podrían establecer con místicos del siglo XVII, esta vez alemanes, como Angelus Silesius: «La rosa es sin porqué/ florece porque florece/ no se presta atención a sí misma, no/ pregunta si la ven», en consonancia con Jorge Luis Borges cuando en su Otro poema de los dones daba las gracias «al divino/ laberinto de los efectos y las causas/ por la diversidad de las criaturas/ que forman este singular universo» y «por el misterio de la rosa/ que prodiga color y no lo ve» (Baamonde, 2001 y Borges, 1968: 42-43). Villaurrutia va a llenar de nuevos contenidos el símbolo de la rosa, va a vapulear los tópicos negando repetidamente lo que no es la rosa que él busca. Nada menos que dieciséis significados no seleccionados definen en negativo la rosa de la que no quiere hablar, originando la primera larga e intensa tirada de versos en NOCTURNO ROSA, dedicado a José de Gorostiza, en Nostalgia de la muerte (AA.VV., Villaurrutia, 1992: 108-110):

  

Yo también hablo de la rosa.
Pero mi rosa no es la rosa fría
ni la de piel de niño,
ni la rosa que gira
tan lentamente que su movimiento
es una misteriosa forma de la quietud.

No es la rosa sedienta,
ni la sangrante llama,
ni la rosa coronada de espinas,
ni la rosa de la resurrección.

No es la rosa de pétalos desnudos,
ni la rosa encerada,
ni la llama de seda,
ni tampoco la rosa llamarada.

No es la rosa veleta,
ni la úlcera secreta,
ni la rosa puntual que da la hora,
ni la brújula rosa marinera.

No, no es la rosa rosa
sino la rosa increada,
la sumergida rosa,
la nocturna,
la rosa inmaterial,
la rosa hueca.
 


    Tras esa contundencia, tras la desautomatización máxima de la «rosa rosa», exprimida y exhausta, agotada por el uso, va a convertir su rosa en esencia de los cinco sentidos humanos totalmente renovados, originales y sorprendentes por su potencia de sugerencia, por su rebeldía y por la apertura de sus significados hacia el cuerpo, aunque también hacia el alma y hacia la creación. Ya no estamos en las consideraciones esotéricas, cabalísticas y totalizantes de la rosa eterna de Valle-Inclán, pero la «rosa del humo» y de la «ceniza», la que «horada las tinieblas y el espacio», la «sumergida rosa» nocturna e inmaterial, bien podrían entroncar tanto con la rosa moral del barroco como con la rosa mística de don Ramón:

   

Es la rosa del tacto en las tinieblas,
es la rosa que avanza enardecida,
la rosa de rosadas uñas,
la rosa yema de los dedos ávidos,
la rosa digital,
la rosa ciega.

Es la rosa moldura del oído,
la rosa oreja,
la espiral del ruido,
la rosa concha siempre abandonada
en la más alta espuma de la almohada.

Es la rosa encarnada de la boca,
la rosa que habla despierta
como si estuviera dormida.
Es la rosa entreabierta
de la que mana sombra,
la rosa entraña
que se pliega y expande
evocada, invocada, abocada,
es la rosa labial,
la rosa herida.

Es la rosa que abre los párpados,
la rosa vigilante, desvelada,
la rosa del insomnio desojada.

Es la rosa del humo,
la rosa de ceniza,
la negra rosa del carbón diamante
que silenciosa horada las tinieblas
y no ocupa lugar en el espacio.
 


    Y es en este poema de Villaurrutia donde podrían rastrearse otros elementos de El pasajero de Valle-Inclán, especialmente de la rosa del paraíso, la de furias, la de pecado, la panida, la vespertina y la de Belial (Ramón del Valle-Inclán, 1995: 95-147; AA.VV., 1992: 108-110).

    Naturalmente que El pasajero no es el único libro de poemas en el que Valle titula sus poemas con la Rosa como sustantivo principal. En La pipa de Kif encontramos su ROSA DE SANATORIO, la clave XVIII y última, una rosa enferma y alterada con la que se cierra el libro. Valle-Inclán, La pipa de kif, (1919) La pipa de Kif transita desde el inicio la senda de las rosas y de las drogas. Las claves I y II son esenciales para entender el canto que del modernismo, de la nueva estética y del placer y conocimiento que proporcionan drogas como el hachís (luego se cantarán otras) se hace. Ese canto entusiasmado no está exento de juego, humor, ironía y algunos trazos expresionistas —«musa grotesca»— los mismos que hay que aplicar a la lectura de otras claves, como por ejemplo la XXI, «Rosa del pecado»: «¡El gato que runfla! ¡La puerta que cruje!/ ¡La gotera glo, glo, glo!/ ¡Solos en la casa! A la puerta ruge/ la bestia abortada cuando nací yo. (…)/ ¡Me llamó tu carne, rosa del pecado!/ Solos en la casa, desvelado yo,/ La noche de Octubre, el mar levantado…/ ¡La gotera glo, glo, glo!» (Valle, 1995: 126), en las que hallamos más humor negro y juego lúdico-onírico que esperpento agrio, deformante y demoledor. «Mis sentidos tornan a ser infantiles,/ tiene el mundo una gracia matinal,/ mis sentidos como gayos tamboriles/ cantan en la entraña del azul cristal (…)/ Mi sangre gozosa claridad asiste/ si quemo la Verde Yerba de Estambul./ Voluta de humo, vágula cimera/ Tú eres en mi frente la última ilusión/ de aquella riente, niña Primavera/ que movió la rosa de mi corazón» (Valle, 1995: 151-52).
    En «Rosa de sanatorio» encontramos al poeta bajo el efecto del cloroformo, con sensaciones que descomponen las facetas lógicas de la realidad y la percepción habitual de ésta: «Cubista, futurista, estridente por el caos febril de la modorra/ vuela la sensación, que al fin se borra,/ verde mosca, zumbándome en la frente» (Valle, 1995: 207). Olores y colores confundidos —«amarillo olor»—, un yo afiebrado que tiembla con alaridos internos y cuyos nervios son atravesados por el frío gozoso del sí bemol que un lunático violín hace también temblar en la luz de acuario del jardín moderno de la nueva poesía. Valle-Inclán navega entre estas sensaciones modernistas exasperadas (hay música transparente en la luz) y la modorra caótica de la droga en la definitiva barca de las nuevas estéticas  4.
    La «Rosa de sanatorio» nos trae a la memoria «Paisaje de clínica», del poeta chileno y dipsómano Jorge Teiller, un poeta muy diferente de Valle y sin embargo con elementos comunes como el amor a los dioses láricos, a la infancia, al paisaje campestre de la niñez, a la emoción estética más pura. El poeta también está aquí enfermo e internado, y aunque han cambiado las drogas mencionadas, la impresión del zumbido en la frente pudiera ser común. En el jardín moderno de Valle cabrían el cannabis, el yeso azul, el blanco o rojo del calendario de Teillier, pero ese jardín, en la poesía del chileno, se ha transformado en una cárcel y el poeta ha sido recluido con locos y minusválidos en una sórdida clínica que ya nada tiene de sagrado ni de luz acuaria. Se han dado muchos pasos desde el modernismo y las vanguardias históricas, la Antipoesía de Nicanor Parra ha prendido con fuerza en la estética de la segunda mitad del siglo XX. Es por eso que el sanatorio de Valle admite ser aún la rosa, es por eso que el sanatorio es habitable —a pesar de sus caos y estridencias— frente a la clínica funcionarizada donde lo más lírico que puede hacerse es tratar “de descifrar/ los mensajes clandestinos/ que una bandada de tordos/ viene a transmitir a los almendros/ que traspasan los alambres de púa” que la cercan y aíslan. En esa clínica:
 
 
Ha llegado el tiempo
En que los poetas residentes
Escriban acrósticos
A las hermanas de los maníaco-depresivos
Y a las telefonistas.

Los alcohólicos en receso
Miran el primer volantín
Elevado por el joven psicópata. 

(…)

Ha llegado el tiempo
En que de nuevo se obedece a las campanas
Y es bueno comprar coca-cola
A los Hermanos Hospitalarios.

El Pintor no cree
En los tréboles de cuatro hojas
Y planea su próximo suicidio
Herborizando entre yuyos donde espera hallar cannabis
Para enviarla como tarjeta de Pascua
A los parientes que lo encerraron.

Loa caballos aran preparando el barbecho.
En labor-terapia
Los mongólicos comen envases de clorpromazina.

Saludo a los amigos muertos de cirrosis
Que me alargan la punta florida de las yemas
De la avenida de los ciruelos.
La Virgen del Carmen
Con su sonrisa de yeso azul
Contempla a su ahijado
Que con los nudillos rotos
Dormita atiborrado de Valium 10. 

(En el Reino de los Cielos
todos los médicos serán dados de baja). 
(…)

Es la hora de dormir —oh abandonado—
Que junto al inevitable crucifijo de la cabecera
Velen por nosotros
Nuestra Señora la Apomorfina
Nuestro Señor el Antabús
El Mogadón, el Pentotal, el Electroshock. 

(Teillier, Para un pueblo fantasma, 2000: 128-30)

    La poesía de Valle Inclán, en alguna de sus claves róseas de El Pasajero, por supuesto en casi todo Aromas de leyenda, penetra, como la de Jorge Teillier en Chile y en su pueblo natal sureño Lautaro, en la tradición de la poesía del lar, del origen y hasta de la frontera, donde el paisaje de Castilla contrasta definidamente con su Galicia natal, con antecedentes en la poesía de finales del XIX francesa y en la popular y culta medieval. Sus poemas arrancan del recuerdo ingenuo y la nostalgia con la esperanza de reencontrar el paraíso perdido, el cual se desintegra y se convierte en pura imagen soñada ante la imagen del error, del fugitivo tiempo, del pecado y del diablo. Los cuentos de hadas y las leyendas gallegas se combinan con los poetas del modernismo hispanoamericano y de la tradición universal (de los clásicos bizantinos y grecorromanos, de los trovadores provenzales y gallegos, al Arcipreste de Hita; de François Villon, de Höderlin, del Rainer María Rilke de El libro de las imágenes, a Francis Jammes, etc.). Para Valle lo importante en la poesía es lo estético, pero también la creación de mitos y de un espacio o tiempo que trasciendan lo cotidiano y lo efímero. El poeta significa y es en la búsqueda de una esencia de arraigo que definitivamente estará en su tierra natal, en las tierras de la ría de Arousa, en las piedras de Barbanza, descartando la tentación del éxodo hacia la ciudad cosmopolita plagada de rosas de pecado, como tan bien expresó José Martí en su poema «Amor de ciudad grande». La última clave de El pasajero, «Karma», que forma —rezumante de magia— el número XXXIII, resume bien este deseo de arraigo lárico y el deseo de encarnarse en el retiro y en la desposesión que le conducirán al éxtasis quietista de la libertad y el Logos, a los lugares encantados, en definitiva, de Aromas de leyenda (Valle, 1995: 146-7; G. Allegra, 1991: 15; Rosa Gálvez: 3):

 

Quiero una casa edificar 
como el sentido de mi vida. 
Quiero en piedra mi alma dejar 
erigida. 

    Quiero labrar mi eremitorio 
en medio de un huerto latino, 
latín horaciano y grimorio 
bizantino. 

    Quiero mi honesta varonía 
transmitir al hijo y al nieto, 
renovar en la vara mía 
el respeto. 

    Mi casa como una pirámide 
ha de ser templo funerario. 
El rumor que mueve mi clámide 
es de Terciario. 

    Quiero hacer mi casa aldeana 
con una solana al oriente, 
y meditar en la solana 
devotamente. 

    Quiero hacer una casa estoica 
murada en piedra de Barbanza, 
la casa de Séneca, heroica 
de templanza. 

    Y sea labrada de piedra; 
mi casa Karma de mi clan, 
y un día decore la hiedra 
SOBRE EL DOLMEN DE VALLE-INCLÁN.  5


    En la poesía de Valle-Inclán existe la Galicia telúrica, pero desrealizada por una creación verbal en donde los lugares de provincia se tiñen de referencias melancólicas y simbólicas que los hacen universales. El poeta aparece como el superviviente de un paraíso perdido, como testigo visionario de una época dorada de la humanidad que conserva a través de los tiempos el mito y la imagen esencial de las cosas elementales: casa, clan, tierra, piedra, solana, hiedra, árbol, vaca. Y es en alguna de estas imágenes donde alcanza un poder expresivo muy personal, originalísimo y vanguardista, como en la referencia a la «vaca cósmica, de origen vasco-ibérico, si no es de procedencia blavatskijiana» (G. Allegra, 1991: 15). En el comienzo de «Rosa del Paraíso», clave VIII, encontramos el asombro, el descubrimiento y la sorpresa: «Esta emoción divina es de la infancia./ Cuando felices el camino andamos/ Y todo se disuelve en la fragancia/De un Domingo de Ramos./ El campo verde de una tinta tierna,/ Los montes mitos de amatista opaca,/ La esfera de cristal como una eterna/ Voz de estrellas. ¡Un ídolo la vaca!». Y al final del poema el bajel del autor, navegando en el mar por secretos caminos de dicha y fortuna («¡Era el cielo cristal, canto y sonrisa!») se transformará en nocturna vaca, provocando la imagen de un dedo infantil que desea acercarse a tocar el secreto del cosmos en la pupila enorme y cálida de la vaca, cosa que el personal y también original director de cine, Julio Medem, llevó al campo visual en su conocida e interesante película titulada Vacas, donde la cámara penetraba a través de la pupila de la vaca convirtiendo en imagen visual lo que Valle-Inclán ideó a través de su preciso y precioso lenguaje poético: «Con el ritmo que vuelan las estrellas/ Acordaba su ritmo la resaca,/ Y peregrina en las doradas huellas/ Fue sobre el mar una nocturna vaca ./ En mi ardor infantil no cupo el miedo,/ La vaca vino a mí, de luz dorada,/ Y en sus ojos enormes, con el dedo/ Quise tocar su claridad sagrada» (Valle, 1995: 197-8. Las cursivas son mías).

    Además de estos hallazgos, hay en las rosas de Valle-Inclán una voluntad rendida, en la que el transcurrir del tiempo carece de toda intensidad y resulta desolador: se transforma y muta lo estéril, lo maligno y lo deshabitado. Frente a ello el artista alza la búsqueda de los «pasos perdidos» con objeto de acceder al lugar maravilloso del origen. A través del recuerdo, la realidad cotidiana se hace visible y se recupera en la eternidad. Pero ella solamente sobrevive en los lugares del hallazgo, constituidos por los residuos del pasado y los espacios secretos y ocultos: el espacio encubre al tiempo.
    La poesía es así experiencia vital ligada a una memoria poética que busca sus símbolos ancestrales, los símbolos más puros e iluminadores. Esa búsqueda primordial lo convierte en uno de los poetas más rigurosos de su época. Un buen ejemplo lo encontraríamos en su clave XV, «Vitrales», donde la pureza e inocencia de la experiencia sólo puede ser comparada con la admiración fervorosa que su evocación trae al poeta, enriquecida y completada en plenitud por la visión final cabalística y mística (Valle, 1995: 116-7):

  

¡Rosaleda de oro,
Selva del sonoro
Ruiseñor del coro!

¡Rosas inocentes,
Formas transparentes,
Conceptos lucientes!

¡Sois en los vitrales
De las catedrales 
Soles musicales!

¡Teologal diseño
Rosas del ensueño
De un cielo abrileño!

¡Voluntades bélicas!
¡Coyundas angélicas!
¡Paces evangélicas!

¡Rosas del anhelo
Voces del consuelo,
Amores del Cielo!

¡Escalas por donde
Al alma responde
El que se me esconde!

¡Mística oración!
¡Dulce posesión!
¡Tetragramatón!


Su paralelo en La lámpara maravillosa (Valle, 1958: 1625-26):
 

    Recuerdo también una tarde, hace muchos años, en la catedral leonesa. Yo vagaba en las sombras de aquellas bóvedas con el alma cubierta de lejanas memorias. Ya entonces comenzaba mi vida a ser como el camino que se cubre de hojas en Otoño. Había entrado buscando un refugio, agitado por el tumulto angustioso de las ideas, y de pronto mi pensamiento quedó como clavado en un dolor quieto y único. La luz en las vidrieras celestiales tenía la fragancia de las rosas, y mi alma fue toda en aquella gracia como en un huerto sagrado. El dolor de vivir me llenó de ternura, y en mi humana conciencia llena de un amoroso bien difundido en las rosas maravillosas de los vitrales, donde ardía el sol. Amé la luz como la esencia de mí mismo; las horas dejaron de ser la sustancia eternamente transformada por la intuición carnal de los sentidos, y bajo el arco de la otra vida, despojado de la conciencia humana, penetré cubierto con la luz del éxtasis. ¡Qué sagrado terror y qué amoroso deleite! Aquella tarde  tan llena de angustia aprendí que los caminos de la belleza son místicos caminos por donde nos alejamos de nuestros fines egoístas para transmigrar en el Alma del Mundo. Esta emoción no puede ser cifrada en palabras. Cuando nos asomamos más allá de los sentidos, experimentamos la angustia de ser mudos. (…) ésta es la ilusión fundamental del éxtasis, momento único en que las horas no fluyen, y el antes y el después se juntan como las manos para rezar. Beatitud y quietud, donde el goce y el dolor se hermanan, porque todas las cosas al definir su belleza se despojan de la idea del Tiempo.
    De este modo, en Valle hay tres momentos estéticos recurrentes: el momento inocente de la infancia, el de la juventud y madurez y el del recuerdo. La poesía de Valle se encarna en la triple ramificación entre la felicidad del tiempo del origen recordado, el dolor de su desintegración y la esperanza, certeza y deseo de su recuperación en una categoría superior de comprensión y consciencia, haciendo verdad una aspiración que obsesionó el ideario de los surrealistas, unir pasado, presente y futuro en una vida consagrada a la belleza, al juego, a la creación y a la libertad:

 

    Y es gran verdad que los ayeres guardan el secreto de los mañanas. Si volvemos los ojos a lo que pasó sabremos de lo venidero, pero no será sin evocar toda nuestra vida y desandar los caminos llorando sobre ellos, porque sólo en este dolor y en este arrepentimiento se despierta la conciencia y alumbra la luz del más allá… El dolor del pecado agranda el ámbito de nuestra ciudad interior, y lo llena de resonancias infinitas. Desde que nacemos hasta que perecemos, en toda la largura del camino, la voz del misterio y el terror de la muerte hablan en nosotros. El terror de la muerte es el nudo de horca con que el pecado nos sujeta en este tránsito. Tememos el misterio porque el misterio no es de nuestra naturaleza mortal, y las almas, en la cárcel de los sentidos, tiemblan bajo la mirada de los fantasmas, como el agua de las albercas bajo las estrellas lejanas (…) al pasar por el arco de la muerte todas las almas aromarán como rosas… (Valle, La lámpara maravillosa, 1978: 685-87).

    También tres eran sus «Caminos estéticos» y tres sus «Rosas estéticas», la rosa erótica , la rosa clásica y la rosa del matiz, correspondiéndose respectivamente cada una a «la rosa de sangre que se abre en el corazón del mundo, guardadora del enigma panida, plena de amor y plena de posibilidades», a la «rosa de maravillosa geometría, rosa andrógina, rosa verbo que junta en una suprema síntesis el antagonismo de las horas y de las vidas» y a la tercera rosa estética, que «apenas se anuncia en el alba del día, la rosa enigmática del matiz, su aroma perdura en todas las vidas, a través de las horas y de las mudanzas: con las vidas nace, con las vidas muere. El matiz, modo el más sutil de amar la belleza, es intuición quietista que intenta el conocimiento de todas las cosas por aquella condición que no muda en ellas, y busca necesariamente al hombre en el secreto de su conciencia», porque «nunca sabremos de nosotros mismos sino recordando y mirando atrás. Del grano de las horas fluye la eternidad del Pecado.» (Valle: 1978: 655-662).
    No es posible repasar y analizar más rosas valleinclanianas, ni acaso sea necesario, pero sí queremos concluir señalando que incluso en obras menores y no poéticas, como la tragedia La rosa de papel (1924), Valle utiliza la rosa como imagen real y como símbolo. La rosa de papel, ya desde el título, remite a la imagen final de la tragedia: una rosa de papel prendida en las manos de la difunta se incendia y se convierte en una rosa de fuego que con su resplandor siembra el terror sagrado en los espectadores de la trágica farsa. Pero aquí nos encontramos con una rosa, que aun siendo simbólica es sólo un motivo, estructural y ejemplarizante, pero en ningún caso místico o totalizador como lo eran las rosas de sus poemas y de las prosas de La lámpara maravillosa.
    Aunque la rosa que a veces nosotros prefiramos sea la rosa exultante y alegre de un Valle-Inclán no desengañado del mundo ni del amor carnal, un Valle admirado y sorprendido por su ROSA PANIDA, identificada sin remedio con la mujer —mito y arquetipo  6  —, mujer vencedora de la serpiente (no pudo ésta nunca ya morder su cola para convertirse en el símbolo del infinito) a la que tanto han amado los poetas modernistas, entre otros, y tanto amó Juan Ramón Jiménez, contemplándola con ojos puros y renovados, eternamente, en su Mujer desnuda, que Valle hubiera titulado, fascinado siempre por las rosas modernistas de Rubén Darío, Rosa desnuda :

 

¡Cómo me hablaste en las rosas
cuando rosas segó mi hoz,
voz de las cosas,
lejana voz!

    ¡Cuántas victorias me contaste,
con cuántas divinas batallas
mi alma alumbraste,
voz que callas!

    ¡Cómo encendiste mis deseos,
cómo me hablaste del placer
con tus trofeos
de mujer!

    ¡Verso dorado y pitagórico
como el verso que dice el mar!
¡Verso eufórico!
¡Verso solar!

    ¡Rosa! ¡Divina flor del rito
de amar, cantar y adormecer!
¡Amor en grito!
¡Boca de mujer!

    Flor tu enigma reminiscente
pasa el recuerdo venusino
del beso ardiente
como el vino.

    Rosa ungida, ¿por qué no exuda
la carne que amamos, tu olor,
cuando se desnuda
para el amor?


    Ya en la otra orilla del Atlántico, Borges, además de dedicar sonetos hermosísimos a la rosa, escribió de experiencias análogas a las de Valle en textos como Una rosa amarilla:
 

    Ni aquella tarde ni la otra murió el ilustre Giambattista Marino, que las bocas unánimes de la Fama (para usar una imagen que le fue cara) proclamaron el nuevo Homero y el nuevo Dante, pero el hecho inmóvil y silencioso que entonces ocurrió fue en verdad el último de su vida. Colmado de años y de gloria, el hombre se moría en un vasto lecho español de columnas labradas. Nada cuesta imaginar a unos pasos un sereno balcón que mira al poniente y, más abajo, mármoles y laureles y un jardín que duplica sus graderías en un agua rectangular. Una mujer ha puesto en una copa una rosa amarilla; el hombre murmura los versos inevitables que a él mismo, para hablar con sinceridad, ya lo hastían un poco:
Púrpura del jardín, pompa del prado,
Gema de primavera, ojo de abril…
    Entonces ocurrió la revelación. Marino vio la rosa, como Adán pudo verla en el Paraíso, y sintió que ella estaba en su eternidad y no en sus palabras y que podemos mencionar o aludir pero no expresar y que los altos y soberbios volúmenes que formaban en un ángulo de la sala una penumbra de oro no eran (como su vanidad soñó) un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo.
    Esta iluminación alcanzó Marino en la víspera de su muerte, y Homero y Dante acaso la alcanzaron también. (Borges, 1968: 73-4)
    A esta lista de escritores célebres añadimos nosotros, sin duda, a don Ramón del Valle-Inclán. Y para terminar queremos recordar al inevitable Juan Ramón Jiménez, «encore une fois», que en Forma del huir (1917-1924) titulaba su segundo poema «La única rosa», y declaraba —con un espíritu que está muy cerca del poeta gallego en sus momentos más unitivos—, «Todas las rosas son la misma rosa, amor, la única rosa./ Y todo queda contenido en ella, breve imajen del mundo ¡amor! la única rosa» (Juan Ramón Jiménez, Leyenda, 1978: 483)
 
 

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NOTAS

1. Rosa Gálvez escribe en su artículo, «Aproximación al esoterismo de El pasajero» que: «Adentrarse en los poemas que forman parte de El pasajero (1920) puede resultar en la actualidad una tarea difícil: con su segundo poemario, Valle-Inclán trazó un sendero para iniciados en el que conceptos y símbolos nos remiten con frecuencia al esoterismo o a la teosofía. Sin duda, la dificultad sería menor de ser nosotros lectores de entonces ya que con esta obra Valle se vincula a lo que fue un auge general, en la Europa de finales del XIX -principios del XX, de las ciencias ocultas. Esta corriente de pensamiento, que determina la proliferación de publicaciones y agrupaciones tan extendidas como las que integran la Sociedad Teosófica, tuvo una significativa resonancia entre los artistas de la época. El punto de partida de las implicaciones entre ocultismo/teosofía y arte se encuentra en su común rechazo de “los rápidos y perniciosos progresos del materialismo”. La bibliografía existente incide en la importancia de esta reacción contra el materialismo y la racionalidad a la hora de explicar la orientación ocultista de obras como El pasajero ; pero si lo que se pretende es entender a pie de texto los poemas que integran esta obra, pocos estudios nos son útiles para ir más allá del panorama contextual donde se integra el esoterismo valleinclaniano. (…) Antes de exponer el sentido de lo esotérico que se desvela en este libro de poemas y, a fin de situarlo, podemos trazar la relación que Valle mantuvo con el mundo del ocultismo en su vida y en su obra. Una relación continua, pero controvertida, y que sin duda puede considerarse como un eje importante en los estudios valleinclanianos» El Pasajero. Revista de estudios sobre Ramón del Valle-Inclán, estío 2001. <http://www.elpasajero.com/galvez.htm>.

2. Rosa Gálvez, «Aproximación al esoterismo de El pasajero», El Pasajero. Revista de estudios sobre Ramón del Valle-Inclán, estío 2001. <http://www.elpasajero.com/galvez.htm >: «Una vez reunidos en libro forman un conjunto de treintaiséis claves que son, casi, otras tantas «rosas». Para explicar esta organización, así como el título de la obra, hay que acudir a ideas y conceptos esotéricos. La palabra «clave» ya tiene, comúnmente, connotaciones de cosa oculta. Su significación esotérica se desvela con mayor claridad si consideramos varios aspectos. El primero es el ya comentado concepto teosófico de búsqueda de la visión extática, fuera del tiempo y propia de Dios, que, a través del amor hacia todo lo creado, constituye el camino de la iniciación en la teosofía. Este proceso concluye cuando el iniciado ha logrado superar la sucesión cronológica del tiempo y sumirse en la realidad esencial, la del Logos, principio divino único, «inmanente en cada átomo», omnipresente en todo lo creado y fuente de toda materia y espíritu. La circunferencia y su centro son los símbolos del Logos y de ahí que, en un poemario articulado en torno a una iniciación cuyo fin es la consecución de esa visión extática y totalizante, aparezca en el título de la mayor parte de las claves una rosa simbólica. Cada uno de estos poemas será un paso más en esa iniciación, una nueva rosa recogida de la significativa rosaleda en la que penetra el personaje poético en la clave II («Rosaleda»). Sin abandonar aún el índice, trasladándonos a las últimas claves, XXXII («Rosa deshojada») y XXXIII («Karma»), podemos observar que sus títulos confirman la idea de que el libro se organiza como un proceso iniciático en una visión quietista: la rosa reducida a su botón, a su centro, que aparece en el título de la clave XXXII nos está indicando que el personaje poético está a punto de completar su viaje y adquirir una visión extática. Ésta se vería confirmada en el título de la clave XXXIII ya que, aunque según el concepto teosófico karma es «la ley de retribución, la ley de causa y efecto o de Causación ética» que determina, en sucesivas reencarnaciones, las consecuencias que nos han de afectar de nuestros actos, no excluye la idea de quietud. Según las mismas fuentes teosóficas, «una vez terminado el ciclo de renacimientos, agotadas todas las experiencias y adquirida la plena perfección del Ser, el Espíritu individual, libre por completo de todas las trabas de la materia, alcanza la Liberación y vuelve a su punto de origen, abismándose de nuevo en el seno del Espíritu universal, (...).», es decir, en el Logos».

3. .Rosa Gálvez indica: «Es evidente la relación de Valle-Inclán con lo esotérico y la articulación de El pasajero en el «senderismo iniciático» que tiene su origen en las teorías de la teosofía de la época. No obstante, en la interpretación de este libro debe tenerse en cuenta el proceso de creación. El lapso temporal (1911-1920) en que aparecen en prensa los poemas que luego formarán parte de El pasajero (1920) se puede adoptar como un indicio de que el periodo de gestación de la obra fue también bastante extenso. Esto impide que el volumen se articule con la perfecta simetría estrófica y temática de que hace gala Aromas de leyenda (1907) pero en ningún caso niega una buscada coherencia en la estructuración. Esta coherencia se halla principalmente en la exposición del recorrido iniciático del personaje poético en una visión quietista, exposición que abarca tanto la narración del pasado turbulento del «pasajero» como otros materiales que se escapan de lo autobiográfico y entre los cuales podríamos incluir claves fundamentadas en conceptos o símbolos claramente teosóficos (claves IX, X, XI, XIII, XIV, XV) o donde aparecen una serie de figuras femeninas, “magas” o iniciadas, con las que el personaje poético establece relación. Estos poemas no destruyen el autobiografismo iniciático como elemento articulador de El pasajero, ya que determinados símbolos que aparecen, como el del sol, también remiten al personaje poético y, además, Valle se encarga de diseñar claramente, con las claves iniciales y finales, el sendero de esa iniciación, su punto de partida y el de llegada. Entre ambos, la narración del pasado del personaje poético o las claves más oscuras y obviamente fundamentadas en conceptos procedentes de la teosofía, establecen una relación de signo positivo o negativo con la sabiduría finalmente alcanzada y prefigurada en los símbolos del camino y la rosaleda de las claves I y II», Ibídem.

4.    «Parece evidente la contribución del esoterismo a la formación de la doxa vanguardista. Es sabido que Kandinsky y Mondrian compartían la creencia de los teósofos en el misticismo del color y de la forma, que, según ellos, tienen el poder de crear «vibraciones» en el alma, preparando al hombre para el cambio hacia un mundo mejor. Por su parte, Kasimir Malevich estuvo investigando acerca de una supuesta cuarta dimensión de la obra abstracta, que abría las puertas a la «conciencia cósmica», según explicaba el filósofo ruso Ouspensky. Para alcanzar la integración cósmica, debemos liberarnos, y eso implica reemplazar las formas de la naturaleza por formas completamente abstractas, decía Malevich con ingenuidad. También se sabe que el Surrealismo mantuvo una identidad de concepción del mundo y de los principios del conocimiento con el esoterismo, al que debe la técnica de la escritura automática, si bien desacralizada y filtrada a través del psicoanálisis. Muchos años más tarde, Yves Klein, excelente yudoka, formó parte de la secta rosacruz, origen místico de sus cuadros monocromos. La vanguardia en general, y el arte abstracto en particular, se alimenta del sincretismo espiritualista. No sólo teosofía y antroposofía, sino también espiritismo, ocultismo, diálogo con los difuntos, creencia en mundos invisibles, fuerzas paranormales o universos paralelos. Ninguno de los grandes nombres de la vanguardia salió indemne de esta fascinación, que demuestra que el simbolismo no murió con el cambio de siglo», Luis Feás Costilla, «Juan-Eduardo Cirlot, ciudadano masón», Revista de cultura, nº 21/22, Fortaleza, São Paulo, Fevereiro/março de 2002.

5. «Con El pasajero recorre el autor los terrenos por él bien conocidos cual prosista cimero del modernismo, y recoge más o menos todas las variantes del sensualismo decadente, prestándose gran parte de su contenido a paralelismos con segmentos narrativos valleinclanianos (la melancolía del viejo dandy, la lujuria, el orgullo «su mayor virtud», el espíritu aventurero, etc.), sin que por ello falte alguna alusión a nuevos rumbos poéticos (…) Más importante es la consonancia con unos fragmentos de la autobiografía espiritual: el recorrido de la tierra baldía, el viaje por mar, el gusto por el azar ambiguamente desechado y añorado a la vez, el regreso a las comarcas de la infancia. En ello se traslucen algunos avatares existenciales así resumibles: cruce de la meseta castellana, viaje a México, encuentro con las figuras marginales del exotismo indio, encanto ejercido por las antiguas religiones y los misterios, retiro a Galicia en 1912, precedido y seguido de amarguras personales, no ajenas, quizá, a los acentos de tristeza y arrepentimiento. Finalmente, el retorno, ahora sólo elegíaco, a los lugares de Aromas» (G. Allegra, 1991: 15).

6. Hoelderlin soñaba como poeta que estaba «junto a la rosa en el regazo materno de la naturaleza», siendo la rosa el símbolo de la mujer amada. Escribió en A la rosa: «La naturaleza serena, grande, que todo lo vivifica, nos lleva eternamente a ti y a mí, dulce reina de la vega, en su regazo materno. ¡Pequeña rosa, nuestras galas habrán de envejecer y el huracán arrancará nuestras hojas! Pero pronto una flor nueva surgirá del germen inmortal. (…) Ajenos al destino, como el niño que duerme, respiran los Dioses. El espíritu, guardado castamente en un capullo, florece eternamente en ellos. Y sus ojos radiantes y serenos contemplan sin cesar el mundo», citado en Jung (1982: 398-9).


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El Pasajero, invierno 2003