Las Sonatas de Valle-Inclán:
arte y memoria a través de un cristal

Josefa Bauló Domènech
Taller de Investigaciones Valleinclanianas
Universidad Autónoma de Barcelona



Los días lejanos florecen en mi memoria... con el encanto de un cuento
casi olvidado que trae aroma de rosas marchitas y vieja armonía de versos.


Sonata de Invierno1



Cuando se conocen, aunque sea someramente, la vida y la obra de Ramón Mª del Valle-Inclán uno puede permitirse imaginar qué habría dicho de sí mismo si hubiera decido escribir su autobiografía. Admito que, en cierta medida, la escribió y anda a medio camino entre algunos de los personajes que creó para la literatura y el personaje público que interpretó para la vida. Paradójicamente, Valle-Inclán cultivó el género memorialístico mucho antes de que encaneciera su larga barba puesto que con las Sonatas escribió unas memorias aunque éstas fuesen las de otro, las del Marqués de Bradomín. Desde la publicación de las cuatro novelitas, tal vez su obra más leída de todos los tiempos o cuanto menos la más conocida, han sido más de una vez consideradas como unas memorias2 y, en los estudios estilísticos de los Zamora Vicente, los Casalduero o los Amado Alonso, a los que se adaptaban como un guante, han sido señaladas también como pequeños breviarios de estética. Pintores pre-rafaelitas, relatos de Barbey d'Aurevilly y Gautier, pasajes de D'Annunzio... lo mejor y más granado de la nómina simbolista y decadentista ha sido inventariado en sus cuidadas páginas y, de inmediato atribuido a la exquisita y excéntrica personalidad del Valle modernista.

Flaco favor habríamos de hacerle al escritor gallego si hubiéramos de dejarnos fascinar sólo por la bagatela porque esa es la divisa del marqués de Bradomín3 y, a pesar de las afinidades, no la de Valle-Inclán. Al estudiar las Sonatas, aún en su vertiente esteticista, no tenemos derecho a embelesarnos con sus perfumes marchitos ni con la pátina del paso de los años como sí puede hacerlo quien las lee por el placer de la lectura. A nosotros se nos impone el deber de descubrir el truco, el deber de descubrir la técnica. Porque técnicas narrativas, y no mucho más, son ese escamoteo de la realidad4 del que se habla cuando se habla del primer Valle-Inclán. Con las Sonatas, moviéndose entre los convencionalismos de las nuevas corrientes estéticas con soltura pero todavía no un gran escritor, Valle logra imprimir un carácter muy personal a su prosa de princesas y hadas como la denominó Ortega y Gasset quien supo, prontamente, que aquel escritor estaba llamado a ser el creador de otros mundos menos livianos.

Pero críticos ha habido, como Pere Gimferrer haciéndose eco de Eugenio de Nora5, que han visto en la prosa y la intención del Valle-Inclán autor de las Sonatas alambicamientos de artista que escribía como un decadente sin convicción, "desde fuera". A pesar de que los paisajes y escenarios arquitectónicos de las Sonatas han sido escritos por una pluma estigmatizada por la literatura y la iconografía de moda en su tiempo, estamos, sin duda, ante los primeros experimentos de un método de creación. Porque en un modo que podríamos llamar gaudiniano, Valle se dedica a romper obras ajenas como si fueran azulejos aprovechando después los pedacitos resultantes en la composición de su mosaico particular. Sea en un linajudo caserón gallego, en un palacio romano, en un salón cortesano..., cualquier espacio transitado por el católico, feo y sentimental protagonista de las Sonatas, remite a un mundo antiguo y elegante que no es ninguno en concreto y es todos en general. El lector ha estado allí porque la imaginería le es tremendamente familiar. Son imágenes que pertenecen a la memoria pero no sólo a la del marqués o la del autor, sino a la memoria artística del lector. Son un "déjà vu" que nos hace cómplices y cada escena es el fragmento de una antología. Las Sonatas son, en ese sentido, un álbum artístico en forma de novela. La técnica es sencilla y compleja a un tiempo, el palimpsesto que propone el autor participa de diferentes obras provenientes, a su vez, de diferentes disciplinas artísticas y, como lectores, se nos exige que pongamos en juego nuestra memoria, se nos invita a presenciar un cuadro en movimiento, un tapiz viviente, un conjunto escultórico animado. Valle-Inclán ejecuta, con ventaja y mejoramiento, el arte de hacer propia la voz ajena a través de resonancias culturales que no empequeñecen su capacidad creadora sino que le ayudan a fundar su universo literario y su hipertexto. Una poética que evolucionó, sin duda, pero sin tantas rupturas como se nos ha dado, en ocasiones, a entender. Lo atestigua la pervivencia en su obra de cierta voluntad de estilo fraguada en el Modernismo de entre cuyas características él supo tomar una de las más interesantes e innovadoras: la capacidad sintetizadora que acerca cada pieza creada a la obra total. Esa obra ideal que aspira a ser todas las obras.



Los jardines de la memoria

De camino hacia el palacio de Brandeso, el marqués entretiene su mente desempolvando los recuerdos del jardín y su laberinto6.

Al cabo de los años, volvía llamado por aquella niña con la que había jugado tantas veces en el viejo jardín sin flores. El sol poniente dejaba un reflejo dorado entre el verde sombrío, casi negro, de los árboles venerables. Los cedros y los cipreses contaban la edad del palacio. (Sonata de Otoño, p. 13)

Lo memorialístico necesita de resortes que inicien el movimiento, de un estímulo externo, y los clichés artísticos son un recurso fecundo y polivalente. Valle-Inclán usa y abusa del ardid convencido de su eficacia y no solo no evita la redundancia sino que la exagera en su búsqueda de la escenografía adecuada. Y la halla en un ejercicio de Naturaleza domesticada, en un jardín de jardines, el jardín en mayúsculas. A propósito de la pintura de Santiago Rusiñol, en 1912, escribiría:

Los armoniosos y melancólicos jardines de Rusiñol, todos llenos de emoción y de una verdad lejana y permanente, la verdad del recuerdo, no podían ser entendidos por los que sólo buscaban una verdad inmediata y efímera, el detalle gráfico del momento sin enlace con otro momento. Santiago Rusiñol [...], fiel a la tradición griega, procura hacer de la obra de arte una Summa7.

También el pintor catalán opinaba en su prólogo al álbum Jardines de España, de 1903, que "un jardín era un paisaje puesto en verso" y que los jardines morían como moría España pero morían en una agonía hermosa. El referente político no carece de interés, pero no es este el momento de prestar atención sino a lo que nos importa: la fascinación por un tiempo muerto, detenido y estático representada por una fauna y una flora enfermas y decadentes que no vivifican al contemplador, solo evocan otros tiempos8. Son pues escenarios de la memoria.

Así son casi todos los jardines descritos en las Sonatas, lugares evocados, en los que se vivió en un tiempo lejano, en los que no se vive ya sino con una vida que no lo es. Concha, el viejo amor del marqués, con su blanco ropón monacal es un fantasma de la memoria para el que es necesario construir un escenario atemporal a través de reflejos de otros arquetipos artísticos como, por ejemplo, las pinturas pre-rafaelitas:

Bajo el cielo límpido, de un azul heráldico, los cipreses venerables parecían tener el ensueño de la vida monástica. (Sonata de Otoño, p. 31-32)

Valle musiquea con una frase triplicando la esdrújula, nos introduce en los forjados campos de un blasón antiguo, después convierte la hierba en una tela de terciopelo verde y finaliza levantando un fondo de piedra para situar a la protagonista:

Concha estaba al pie de la escalinata, entretenida en hacer un gran ramo con las rosas. Algunas se habían deshojado sobre su falda. (Sonata de Otoño, p. 31)

Solo necesitamos que el negro profundo de la cabellera de Concha se convierta en ondas rojizas para hallarnos ante La Ghirlandata de Dante Gabriel Rossetti. Y la Ofelia de Millais no anda lejos de las Sonatas cuando Valle-Inclán concluye su Eulalia con esa misma imagen pre-rafaelita determinando que la protagonista, abandonada por su amante, se deje morir ahogándose en las aguas sobre las que flotará, hierático, bello y morboso, su cadáver9. Son sólo signos de reconocimiento, con ellos podemos situarnos ante el relato y contemplarlo. Pero en pocas ocasiones penetrar en él porque Valle-Inclán, dueño absoluto de otro rasgo de su estilo que apenas experimentará cambios, no lo consideraba necesario. La emoción estética surge de la contemplación, jamás de la acción, mucho menos de la identificación. ¿Qué manera mejor de mantenernos alejados y, a la vez, extasiados, que depositándonos ante un cuadro? Y quien habla de un cuadro habla de un paisaje tras la ventana.



Las ventanas o el arte al otro lado del cristal

La ventana es uno de los elementos arquitectónicos más reiterado en las Sonatas del que se extraen múltiples posibilidades simbólicas al convertirlo en el marco de paisajes sublimados y composiciones quietistas. La fascinación por las ventanas ya la sintió el Baudelaire de los Pequeños poemas en prosa cuando escribía. "No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, más deslumbrante que una ventana iluminada por una candela"10. Otra ventana es el pretexto entorno al cual giró el argumento de La cortina carmesí de Jules Barbey d'Aurevilly, algunos poemas de Mallarmée y otros de Apollinaire. El contorno de una ventana limita de tal forma la amplitud del campo visual que conlleva una importante elección del punto de vista. No somos libres de imaginar el mundo de las Sonatas, Valle-Inclán oficia de narrador con su estilo narcotizante, ensaya una novela sensorial y elige por nosotros cada detalle como un decorador de ambientes a la moda, pero siempre haciéndonos creer que nada puede ser de otra manera porque todo lo que estamos viendo está siendo recordado.

En Sonata de Otoño, el palacio de Brandeso se nos describe como un palacio a la italiana "con miradores, fuentes y jardines" que una Concha moribunda y devota del "culto a los recuerdos" querrá recorrer acompañada por el marqués, displicente y voluptuoso, dispuesto a dejarse arrastrar al pasado:

-¿Te acuerdas?
[...] Era allí donde una dama piadosa y triste, solía referirnos historias de Santos. Cuántas veces, sentada en el hueco de una ventana, me había enseñado las estampas del Año Cristiano abierto en su regazo. [...]
[...] Seguimos adelante. Algunas veces Concha se detenía en el umbral de las puertas y, señalando las estancias silenciosas, me decía con su sonrisa tenue que también parecía desvanecerse en el pasado:
-¿Te acuerdas? (Sonata de Otoño, pp. 34-35)

Esa pregunta repetida, obsesiva, como el nevermore de Poe, cala en el ánimo del lector pero el escritor no se detiene ahí: se halla dispuesto a subyugarle los sentidos hasta la extenuación. Y tras la acumulación de balaustradas, salones de espejos que se confunden puertas y angostas ventanas de montante donde se arrullan las palomas o se abandonan unas manzanas agrias... la imagen más simbólica, la ventana-cuadro de regusto más gótico, el icono de la muerte:

Una vieja hilaba en el hueco de una ventana. Concha me la mostró con un gesto: -Es Micaela... La doncella de mi madre. ¡La pobre está ciega! No le digas nada... (Sonata de Otoño, pp. 34-35)

En ocasiones, el emplomado de los cristales diseña, sobre el paisaje exterior, una suerte de retablo, una creación artificial que niega a la Naturaleza la más mínima iniciativa puesto que hasta los rayos de sol son cosificados, convertidos en objetos exquisitos y antiguos:

En el fondo del laberinto cantaba la fuente como un pájaro escondido, y el sol poniente doraba los cristales del mirador donde nosotros estábamos. Era tibio y fragante: gentiles arcos cerrados por vidrieras de colores le flanqueaban con ese artificio del siglo galante que imaginó las pavanas y las gavotas. En cada arco, las vidrieras formaban un tríptico y podría verse el jardín, en medio de un tormenta, en medio de una nevada y en medio de un aguacero. Aquella tarde el sol de otoño penetraba hasta el centro como una fatigada lanza de un héroe antiguo. (Sonata de Otoño, p. 52)

Del palacio de Brandeso conocemos casi con más exactitud las terrazas, los veladores y los miradores acristalados que el resto de las estancias. Y los jardines los conocemos también desde la perspectiva distanciadora de la ventana. Una mirada sobre el paisaje, morosa, lenta y amplia desde un punto de vista, en alto, privilegiado. Perspectivas de balaustrada, perspectivas de demiurgo que a través de este sutil procedimiento son un lugar cedido a la mirada del espectador, del lector. Excuso, por obvia, la referencia a La lámpara maravillosa, en especial a su capítulo «El quietismo estético», manifiesto creativo y doctrinal en el que Valle-Inclán trata de acrisolar todas sus teorías al respecto del arte eterno y la impasibilidad en el arte. Se trata casi de una obsesión creadora, de un monotema que se reitera, de facto o de palabra, llevado a la práctica o teorizado, a lo largo de toda su obra: " ...mirar el paisaje con ojos de altura para poder abarcar todo el conjunto y no los detalles mudables"11.

La Sonata de Otoño es la más abundante en ejemplos de encuadres significativos e intencionados y nos brinda una de las escenas más cinematográficas de la tetralogía cuando, por una avenida de castaños, avanza hacia la fachada del palacio la figura del marqués iluminada con las manchas de luz incierta que se filtra entre las ramas. Levanta la vista y todas las ventanas están cerradas. Todas menos la del centro en la que se atisba una mujer vestida de blanco. Pero las ramas escamotean intermitentemente el eje central del plano y cuando la ventana regresa de nuevo a su (nuestro) campo visual ésta se halla cerrada también. El travelling es perfecto y el juego parpadeante de luces y sombras se adivina espectacular y efectista12. Como efectistas son los juegos de calidoscopio que multiplican el reflejo de la morbosa imagen de Bradomín con el cadáver de Concha en brazos atravesando las estancias del Palacio. Entre la ventana abierta a la noche en la habitación del pecado y la "sucesión de ventanas que solamente tenían cerradas las carcomidas vidrieras, las vidrieras negruzcas, con emplomados vidrios, llorosos y tristes" aparecen los espejos ante los que Xavier de Bradomín, a la vez perverso y supersticioso, cierra los ojos por no verse13.

En Sonata de Invierno las ventanas son las orlas de la tristeza: la dulce Maximina distrae su melancolía viendo caer la lluvia tras los cristales14; el marqués, nostálgico de su pasado y de su brazo amputado, contempla paisajes de luna o de sol desde la estrecha ventana de su habitación15 y al abandonar el convento que amparó su convalecencia, su figura ecuestre, desde lo alto de un cerro y flanqueado por sus hombres, vuelve la mirada con la esperanza de ver aparecer en las angostas ventanas la imagen de la última, la más prohibida y la más triste de sus conquistas femeniles16.

Pero es en Sonata de Primavera donde las ventanas participan ya no sólo del escenario sino casi de la acción. Durante todo el relato Valle-Inclán elige el claroscuro de los arcos y los dinteles como fondo escénico sobre el que la futura novicia, María Rosario, es perseguida por Xavier de Bradomín, místico galante y cínico donjuán. Las ventanas son la solución de continuidad entre un exterior y un interior tan artificiosos que apenas se distinguen entre sí excepto por el frescor del aire. Las imágenes se congelan a un lado y a otro de los cristales convirtiendo los salones en réplicas del jardín y viceversa.

Aquel viejo jardín de mirtos y de laureles mostrábase bajo el sol de poniente lleno de agracia gentílica. En el fondo, caminando por los tortuosos senderos de un laberinto, las cinco hermanas se aparecían con las faldas llenas de rosas, como en una fábula antigua. [...] Tejían sus ramos en silencio, y entre la púrpura de las rosas revoloteaban como albas palomas sus manos, y los rayos de sol que pasaban a través del follaje, temblaban en ellas como místicos haces encendidos. Los tritones y las sirenas de las fuentes barboteaban su risa quimérica... (Sonata de Primavera, pp. 32-33)

Con una simetría casi especular, el narrador nos transporta hacia el interior de Palacio atravesando las tres puertas que abren la biblioteca sobre la terraza, un tríptico más de los muchos que se componen a lo largo de las Sonatas, conduciéndonos al salón de la Princesa madre: "dorado y de un gusto francés", repletos de tapices los muros, los aparadores de grupos de duques pastores y marquesas aldeanas en porcelana, y por todas partes amorcillos con guirnaldas, ¿las mismas que tejen las virginales princesas? Semejante despliegue de naturalezas muertas, de ornamentación por duplicado ¿no nos sugiere en ningún caso que Valle-Inclán extrema su virtuosismo en pos de una superación del propio género de novela de corte modernista?

Es cierto que la Sonata de Primavera abre la ventana más dramática de todas ellas, aquella desde la que la benjamina de las princesitas Gaetani, María Nieves, cae accidentalmente al jardín. Sentada sobre el alféizar de la ventana, "circundada por el último resplandor de la tarde", le pareció al marqués "un arcángel en una vidriera antigua" y, pocos segundos antes de su caída, todavía hay tiempo para una última estampa con su silueta trágica que "se destacó un momento sobre el azul del cielo donde palidecían las estrellas"17.

Pero las ventanas primaverales atrapan sin cesar las escenas más diversas como la procesión que el marqués, en una noche aborrascada de lluvia e insomnio, contempla desde la ventana de sus aposentos. Y no solo los pasos de cada Hermandad desfilan ante sus ojos, sino que tras los cristales del balcón de enfrente, a la luz de dos cirios se desdibuja la figura de una vieja rezando18. La ambientación es perfecta porque esa noche sigue a otras de brujerías, conspiraciones y emboscados que hieren por la espalda y preludia una tragedia aún mayor. Más tarde las ventanas de la torre se verán "cubiertas de negros vencejos" absolutamente premonitorios.

¿Se resiste alguna de las Sonatas a prestar sus páginas a este almanaque de ventanas? También las hay en el trópico y desde las ventanas abiertas de la hacienda de Tixul se contempla el huerto esclarecido por la luz de la luna en una noche inquieta de calor y de sospechas19. Estamos en la Sonata de Estío en donde, sin embargo, la naturaleza briosa de los trópicos se impone a lo arquitectónico y las ventanas son mucho más escasas. Paisaje a cielo abierto, alta mar, playa y selva, que se introduce y se confunde con las casas.



Reactivos estilísticos para las Sonatas: Mujer, muerte y paisaje

Ante todo, las Sonatas son una revisión del mito de don Juan. No lo afirmo yo, ni lo dicen los críticos de aquellos y estos tiempos; lo dijo Valle-Inclán y no es de creer que pretendiera confundirnos con estas declaraciones:

Todos los autores concibieron al Don Juan frente a los tres reactivos: La Mujer, El Amor y La muerte. Yo puse a don Juan frente a la Mujer, la Muerte y el Paisaje.20

En una entrevista de 1926, insiste y puntualiza:

En ellas [las Sonatas] intenté tratar un tema eterno. El tema, si es eterno, por mucho que esté tratado, no está agotado nunca. El tema eterno es piedra de toque donde se mide el esfuerzo y el mérito de cada autor, y por ello todos debemos intentarlo. Don Juan es un tema eterno y nacional: pero don Juan no es esencialmente conquistador de mujeres; se caracteriza también por la impiedad y por el desacato a las leyes y a los hombres. En don Juan se han de desarrollar tres temas. Primero: La falta de respeto a los muertos y a la religión, que es una misma cosa. Segundo: satisfacción de sus pasiones saltando sobre el derecho de los demás. Tercero: conquista de mujeres. Es decir: demonio, mundo y carne, respectivamente. [...]
Los don Juanes anteriores al marqués de Bradomín reaccionan ante el amor y ante la muerte; les faltaba la Naturaleza. Bradomín, más moderno, reacciona también ante el paisaje.21

Haciendo gala de una absoluta confianza en sus capacidades artísticas Valle-Inclán no duda en atreverse a convertir el paisaje en un concepto abstracto, elevándolo a la categoría filosófica de los conceptos de Amor y Muerte. Una tarea creadora que acepta como un reto, "una piedra de toque", un ejercicio literario de dificultad máxima del que saldrá vencedor convirtiendo el problema en parte de la solución. Es decir, creando un Paisaje en mayúsculas, eterno también, paisaje literario engendrado por la literatura, en definitiva, creando descripciones paisajísticas de un valor estético inmutable. De ahí el paisaje domesticado por la geometría del jardín o de la ventana, de ahí el gusto sistemático por encuadrar, enmarcar, limitar la superficie de las escenas. Procedimiento para el que los recuerdos se revelan más útiles que la observación directa y el distanciamiento más sugestivo que la verificación de lo cercano. Solo queda pedirle a la Naturaleza que imite al arte sino quiere ser mediocre o ridícula.

Mirar un cosa y verla son dos actos muy distintos. No se ve una cosa hasta que se ha comprendido su belleza. Entonces, y solo entonces, nace a la existencia. Ahora la gente ve la bruma no porque la haya sino porque unos poetas y unos pintores les han enseñado el encanto misterioso de sus efectos. Nieblas han podido existir en Londres durante siglos. Hasta me atrevo a decir que no han faltado nunca, Pero nadie las vio, por eso no sabíamos nada de ellas. No existieron hasta el día en que el arte las inventó. Y actualmente, confieso, que se abusa de las brumas. Se han convertido en el puro amaneramiento de una pandilla, y el realismo exagerado de su método ocasiona bronquitis a los imbéciles. Allí donde el hombre culto capta un efecto, el hombre ignorante coge un enfriamiento.22

Oscar Wilde, irónico como solo él podía serlo pero serio como solo podía serlo él o un Walter Horacio Pater, resumía en este puñado de frases brillantes un estado de la cuestión artística que bien podía suscribir el escritor gallego. Ni la lujuriosa vegetación de los trópicos que tanto elogiaba y que tanto le fascinó en sus viajes a México o a Cuba se transporta a las páginas de las Sonatas sin ayuda de una muleta literaria:

Lecturas casi olvidadas que, niño aún, me habían hecho soñar con aquella tierra hija del Sol: Narraciones medio históricas, medio novelescas, en que siempre se dibujaban hombres de tez cobriza, tristes y silenciosos como cumple a los héroes vencidos [...] y mujeres como la Niña Chole, ardientes y morenas, símbolo de la pasión que dijo un cuitado poeta de estos tiempos.23

Atendamos, ya para finalizar, a este último guiño bequeriano que me hace pensar, sin remedio y de nuevo, en la revisión del mito de Don Juan como el motivo principal de las Sonatas aducido por Valle-Inclán. Lo más importante, definir el escenario, ya está hecho y solo resta colocar a los personajes protagonistas en situación para que actúen, para que respondan a los "reactivos" del género y la temática. Y aquí es donde, a mi juicio, el genio de Valle-Inclán demuestra su originalidad. En este punto se revelan más frágiles las fronteras entre novela simbolista, modernista, decadentista y sus epígonos como la novela erótica de baja calidad, los clichés heredados del peor romanticismo, el folletín de oficio...; lugares peligrosamente cercanos a la sensiblería más risible que puede dar al traste con todo el montaje estilístico y narrativo. La manera en cómo Valle-Inclán salva los escollos inauguraría un nuevo artículo que diera cuenta de los numerosos estudios que polemizan sobre el tema. Desde quienes (W.R. Risley24) defienden la ironía como método de cierta subversión y autocrítica del género hasta quienes (Ferrater Mora25) deshacen el camino de las técnicas esperpénticas del autor para encontrar el origen de su rastro aquí, entre 1902 y 1905, con casi veinte años de anticipación; pasando, necesariamente, por los que (Germán Gullón26) se echan las manos a la cabeza si las aventuras de Bradomín no se leen con la seriedad debida. Parecerá que me apresuro a concluir si convengo en que todos tienen parte de razón aunque, personalmente y como puede deducirse de lo arriba expuesto, me inclino por la primera de las opciones. Pero no es menos cierto que en el texto de las Sonatas se hallan fragmentos y personajes que preludian lo grotesco, armonías de contrarios que llevan hacia una estética superadora, frases que son auténticas acotaciones teatrales y, también, un tono de mal disimulada complicidad con el personaje, a pesar de las visiones de altura, el distanciamiento y el culto a la impasibilidad. Cómo en las viñas del Señor, de todo hay en las Sonatas de Valle-Inclán, codificado y cifrado en frases tan magistrales como la que expresa el sentir del Marqués cuando, a largo de la misma noche, abandona el lecho de amor en el que yace el cadáver de Concha, para caer en la tentación entre otras sábanas junto a la cándida y joven prima Isabel. Bradomín trata de hacernos creer que visita a la piadosa muchacha para comunicarle la muerte de Concha pero para evitar que se sienta menospreciada prefiere guardar silencio y hacerle el amor. Como quien se encoge de hombros ante lo inevitable, el protagonista ataja cualquier reproche con un cinismo admirable: “Yo soy un santo que ama cuando está triste”27. Juzgue el lector, si no es ironía, si no es habilidad y técnica narrativa conseguir esta alquimia entre el aroma de santidad y la atrayente amoralidad de ese gran pecador llamado Xavier de Bradomín.






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NOTAS

1. En el presente artículo las citas referidas al texto de las cuatro Sonatas lo serán de las siguientes ediciones de Espasa-Calpe (Colección Austral): Sonata de Otoño. Sonata de Invierno, Madrid, 1983 y Sonata de Primavera. Sonata de Estío, Madrid, 1988. La cita inicial pertenece a la p. 97 de la mencionada edición.

2. Véanse al respecto dos interesantes artículos: Lavaud, Éliane «Las Sonatas de Valle-Inclán y el género de las memorias» en Homenaje a Antonio Odriozola, Pontevedra, 1993 y Villanueva, Darío «Las Sonatas desde la teoría de la literatura del yo» en Valle-Inclán y su obra, Actas del Primer Congreso Internacional sobre Valle-Inclán (1992), ed. Manuel Aznar y Juan Rodríguez, Cop. De Idees-Taller de investigacions valleinclanianes, Sant Cugat, 1995. pp. 241-256.

3. Valle-Inclán, Sonata de Invierno, p. 170: "-Yo no aspiro a enseñar, sino a divertir. Toda mi doctrina está en una sola frase: ¡Viva la bagatela! Para mí, haber aprendido a sonreír, es la mayor conquista de la Humanidad"; son las palabras que, por interrumpir a un prelado pedante y divertir escandalizando a las damas de un salón, pronuncia Xavier de Bradomín y, en esa declaración se ha querido ver un manifiesto estético por parte del autor.

4. Anderson Imbert, Enrique «Escamoteo de la realidad», Realidad, Buenos Aires, vol. IV, nº 10, 1948, p. 50.

5. Gimferrer, Pere, Sonata de Estío. Sonata de Primavera, Espasa-Calpe, Madrid, 1988, p. 11. Nora, Eugenio de, La novela contemporánea española (1898-1927), B.R.H., Editorial Gredos, Madrid, 1973, pp. 67-95.

6. Litvak, Lily, «El laberinto del amor y del pecado: el tema del jardín en la Sonata de primavera de Ramón del Valle-Inclán», en Imágenes y textos: estudios sobre literatura y pintura, 1849-1936, Amsterdam, Rodopi, 1998, pp. 95-115.

7. Valle-Inclán, «Santiago Rusiñol», Nuevo Mundo, 6 de junio de 1912.

8. Zanetta, Mª Alejandra, «La atemporalidad mítica en la Sonata de otoño de Ramón del Valle-Inclán y la pintura de jardines de Santiago Rusiñol. Un análisis comparado», Salina. Revista de Lletres, núm. 12 (noviembre 1998), pp. 194-203.

9. Esa misma imagen ilustra la portada de una curiosa edición de las dos novelitas Rosita y Eulalia en Emiliano Escolar Editor, Madrid, 1982. Los editores recogían así la sugerencia del excelente prólogo de Manuel Bermejo Marcos. Ver al respecto: Gambini, Bianella «Tipología femenina fin-de-siècle en las Sonatas de Valle-Inclán», Summa Valleinclaniana (ed. Jhon P. Gabriele), Anthropos, Barcelona, 1992, pp. 599-609.

10. Baudelaire «Las ventanas», Pequeños poemas en prosa, Icaria Editorial, Barcelona, 1987.

11. Valle-Inclán, Flor de Santidad. La media noche, Espasa-Calpe, Madrid, 1995.

12. Valle-Inclán, Sonata de Otoño, p. 13.

13. Idem, pp. 82-83.

14. Valle-Inclán, Sonata de Invierno, p. 152.

15. Idem, p. 156.

16. Idem, pp. 152.153 y 160.

17. Sonata de Primavera, pp. 89-90.

18. Idem, p. 79.

19. Valle-Inclán, Sonata de Estío, p.168.

20. Dougherty, Dru, Un Valle-Inclán olvidado, Espiral-Fundamentos, Madrid, 1983, p.117.

21. Idem, p. 160-161.

22. Wilde, Oscar, Ensayos y artículos, Orbis, Barcelona, 1986, p. 131.

23. Valle-Inclán, Sonata de Estío, p. 106.

24. Risley, William R., «Hacia el simbolismo en la prosa de Valle-Inclán», Anales de Narrativa Española Contemporánea, 4 (1979), pp. 45-90.

25. Ferrater Mora, José, El mundo del escritor, Crítica, Barcelona, 1983, pp.25-68.

26. Gullón, Germán, La novela moderna en España (1885-1902), Taurus, Madrid, 1992, pp. 149-161.

27. Valle-Inclán, Sonata de Otoño, p. 81.