La Casa de Valle-Inclán

Ana Santorun Ardone


 

     Se puede visitar Vilanova de Arousa y quedarse en la superficie del mar sereno que la rodea. Se llevará uno en el recuerdo la imagen de una villa un tanto anodina: unas calles que, como ríos, desembocan en el puerto; plazas a las que todavía les falta la pátina de los años y un edificio municipal fácilmente reconocible.
     Sin embargo, vale la pena sumergirse para encontrar lo que iniciados ya saben, que en Vilanova nació Valle-Inclán. Hay que bucear en la imaginación para que la villa y el entorno rural más inmediato se conviertan en la Flavia Longa del ensueño valleinclaniano. La primera sensación vendrá de la mano de sonidos familiares transformados en nombres de calles o de lugares: Aromas de Leyenda, Divinas Palabras, Luces de Bohemia. Pero a medida que nos acercamos al corazón de este entramado de caminos, los nombres se tornarán más sugestivos: San Amaro, Cálago, Priorato, La Pastoriza.
    En algún punto, el lenguaje del mar, o quizás el del tiempo, se incorporan al paisaje. Una de las casas más antiguas, El Cuadrante, se impone a la vista de los curiosos y sorprende. Coronado por el escudo de los Peña, el patín rompe la austeridad de una prolongada línea frontal. El portalón de entrada impone respeto únicamente para preservar unos instantes el secreto de un oscuro jardín decimonónico que todavía no veremos. Siguiendo el emparrado, otro patín se impone para distraernos.
    Salvada una decena de escalones se accede al interior de una casa pueblerina que deja escapar un cierto aire de grandeza. Estamos en el corazón del ensueño. La Casa del Cuadrante es mucho más que una «casa natal», aunque lo sea de un escritor como don Ramón.
    Andando por sus habitaciones al tiempo que recorremos mentalmente algunos textos valleinclanianos, descubriremos en ella  la casa onírica de la que habla Gastón Bachelard; esa casa secreta que debemos descubrir por nosotros mismos, ya que el autor se niega a desvelar sin tapujos los recuerdos que él ha convertido en literatura, los escenarios que le dieron cobijo para crear el mundo irrepetible de sus libros.
    «Tenía mi abuela una doncella, Micaela la Galana». Enseguida advertimos en aquella sala una silla de niño frente a la rueca, junto a una ventana, desde la que ahora sí divisamos el jardín oscuro, el jardín umbrío de los cuentos de duendes y ladrones o el «jardín de rosales» donde la madrina se aparece como una revelación. Y detrás de nosotros, un sillón semejante, quizás, a aquel en el que la abuela leía los devocionarios o la madre posaba el guante negro con el que cubría unas manos «blancas como las camelias».
    El pasillo por el que vamos ahora es suficientemente largo para escuchar cómo resuenan los pasos de Javier en busca de Concha o para recorrer sobre las paredes los retratos de familia, el rostro de don Ramón a través del tiempo o su imagen rodeada de amigos. Dejamos atrás el despacho de un abuelo al que nunca se nombra y la habitación que siempre le estuvo reservada.
    En el comedor diario, plantada al pie de una ventana que dejaba ver el campanario al que un niño  trepaba para coger mochuelos, ha quedado una silla tapizada de terciopelo rojo. Sobre la silla descansa un libro de latín que el mismo niño se resiste a coger. Él prefiere escaparse al exterior con su mirada y observar al clérigo de la rectoral que cruza la calle envuelto en su capa, en medio de la oscuridad y de la lluvia.
    Al comedor da la habitación principal de la casa, donde la hija de los Peña Montenegro solía dar a luz a sus niños. Seguramente un día de octubre hubo una cuna allí, junto a la cama; y meses más tarde, una trona junto a la mesa del comedor, porque el pequeño pasaba mucho tiempo en casa de los abuelos, que son además sus padrinos.
    La cocina rompe la calidez de las maderas con su mundo de piedras y metales. Se escapa un gato en cuanto entramos y un rayo de luz se cuela por la ventana donde la «abuela vieja» ha dejado las manzanas recién traídas de la huerta. Sobre la lareira esperan las castañas, también del huerto, y al lado del escaño se abre la puerta por la que un hidalgo pobre salió un día.
    Desandar los peldaños nos devuelve a la realidad. Atravesamos la puerta estrecha de unos establos que ya no existen, sino en las pequeñas bufardas que dejan pasar la luz, y descubrimos los libros de una exposición: Femeninas, la tarjeta de presentación en el mundo literario; Voces de gesta, ricamente ornado; los delgados volúmens de La novela mundial; algo de Alejandro Sawa para Luces de bohemia; las cubiertas blasonadas de Romance de lobos. Sobre las paredes, con prolijidad ordenado en peneles, aquello que no suele llevar mucho rigor ni orden: la vida, la obra, la historia.
    Fueron muchos los avatares de la Casa del Cuadrante, desde finales del XVIII o principios del XIX, cuando crecieron sus paredes: Desde un desarrollo pogresivo, a medida que creció la familia, hasta un incendio que la dejó maltrecha.
    El Cuadrante es, desde el 25 de mayo de 2002, la Casa-museo Ramón del Valle-Inclán. Puede visitarse y a partir de ella recorrer los caminos de Valle-Inclán, que se prolongan por las tierras del Salnés, donde un día estuvo su casa y la de sus abuelos, y donde don Ramón creció «desde zagal a mozo endrino».

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El Pasajero, estío 2002