UNA NUEVA EDICIÓN DE LA LÁMPARA MARAVILLOSA

Joaquín del Valle-Inclán Alsina



Ramón del Valle-Inclán, La lámpara maravillosa, Madrid, Ed. Castalia, edición de Diego Martínez Torrón.

Los tratados de estética no han sido, en el siglo XX, productos de interés fuera de círculos minoritarios, salvando tal vez a Croce o a san Lukács evangelista. Pero más inusual resulta un ensayo que apela, no al intelecto, sino a la sensación: un círculo donde las normas estéticas se explican mediante un discurso compuesto con esas normas. No cabe más que felicitar Diego Martínez Torrón por rescatar este volumen, tan poco afortunado en librería: dos ediciones en vida del autor (1916 y 1922) y post mortem, dejando al margen las diversas Obras completas, dos ediciones y otra facsimilar.

Diego Martínez Torrón, como quien intenta salvar un libro del tiempo que pasa, nos ofrece una extensa y erudita introducción que analiza las corrientes europeas, literarias y filosóficas, en relación con La lámpara maravillosa. Por supuesto no pretende que todas tuviesen una influencia directa en el autor, sino que las desarrolla como el “humus” intelectual que Valle-Inclán probablemente conoció, añadiendo además temas y sugerencias que exigen un tratamiento extenso. Centrémonos pues en las influencias detectables en la obra. Evidentemente, la producción en alemán o inglés Valle-Inclán solamente pudo conocerla por traducciones, sobre las que Martínez Torrón abunda en información bibliográfica. Y aunque extraño hoy en día, sospecho que corrientes filosóficas y estéticas fueron debatidas en tertulias, con personas que sí tenían formación en lenguas extranjeras como, por ejemplo, Rafael Urbano. Valle-Inclán leía y hablaba italiano, aprendido con su maestro de esgrima Attilio Pontanari. Probablemente entendía el portugués escrito, aunque las traducciones firmadas por él de Eça de Queiroz o Matilde Serao, resulta dudoso si fueron de su mano o solamente daba forma estilística a un texto enviado por la editorial. El francés tampoco era su fuerte. Tomemos el breve artículo “Modernismo” que constituye la primera exposición de las ideas estéticas del autor. Al citar el primer terceto del poema de Baudelaire, «Correspondances» de Les Fleurs du Mal, hay una errata de “hautsbois” por “hautbois”. El segundo poema que cita de este autor es la estrofa final de “Tout entière”, también del mismo volumen, pero en vez de “mytique” la cita correcta sería “mystique”, y “haleine” equivocación por “heleine”. Podrían ser erratas en la composición, pero cuando acude a Rimbaud para la definición del color de las vocales: “A-noir, E-bleu, I-rouge, U-vert, O-jaune”, de nuevo yerra pues el verso reza: “A noir, E blanc, I rouge, U vert, O bleu: voyelles”, y esto no puede ser obra de un cajista.

Con las mismas erratas «Modernismo» pasó a prologar Sombras de vida, de Melchor Almagro y finalmente, rebautizado como «Breve noticia de mi estética cuando escribí este libro», luce en Corte de amor (1908 y 1914) donde, a pesar de modificar el texto, el autor mantiene los mismos errores.

Cabe dudar, y mucho, del conocimiento que Valle-Inclán y su círculo (Ricardo Baroja, Antonio Palomero, Camilo Bargiela, Ricardo Fuente, los hermanos Solana…) tenían del francés y de la literatura francesa. Pablo Picasso, comentando la figura de Henry Cornuty, muy presente en Gente del 98 -obra de Ricardo Baroja que no le hace justicia- recuerda que fue «quien le enseñó a toda aquella gente de Madrid lo que había que saber sobre la poesía francesa y sobre muchas otras cosas. Era muy loco este Cornuty» [Valle-Inclán, J. del, Ramón del Valle-Inclán, genial, antiguo y moderno, 2015, p. 51].

 Finalmente, Martínez Torrón cita la carta de Valle-Inclán a Corpus Barga (11-XII-1920) donde, con motivo del fallecimiento de su amigo y traductor Jacques Chaumié, le dice: «No quiero escribirle a Madame Chaumié en castellano, y en mal francés, con la ayuda de un diccionario sería absurdo, pues apena sabría exprimir unas cuantas frases rituales y vanales[sic]».

 La crítica ha buscado, y abusado de, las fuentes e influencias de Valle-Inclán -sobre todo francesas- y limitándonos a su primera época (hasta 1900), nos encontramos una lista tan extensa como dispar: Taine, Merimée, Eça de Queiroz, Rhene Gil, Barbey d´Aurevilly, d´Annunzio, Maupassant, Baudelaire, Chautebriand (a este lo leyó traducido al español), Rostand, Verlaine, Zorrilla, Flaubert, Gautier… por lo que celebro que Diego Martínez Torrón hable de ambiente cultural, de lecturas y puntos de confluencia posibles, dejando con amable aviso,  cuestiones abiertas para el lector.

Atendiendo a las influencias claras y evidentes, señala a Miguel de Molinos y su Guía espiritual, pero precisando certeramente la diferencia de objetivos. Eckhart, también citado en La lámpara maravillosa, constituye otra de sus grandes influencias. Nótese que el autor era plenamente consciente que, desde la ortodoxia católica, seguía a dos herejes. Así previene a su amigo Corpus Barga de no confundir «molinismo, heregía [sic] del Padre Molina, con el molinosismo, o quietismo, heregía [sic] de miguel de Molinos» (Coloma, G., «Las cartas sobre la mesa», El extramundi, I, nº II, 1995, p. 152).  Y junto a los místicos, teósofos, ocultistas y magos, que, aun cuando nos parezca una superchería, constituyeron una corriente irracionalista que inundó Europa a finales del siglo XIX y comienzos del XX, Valle-Inclán, como muchos otros, se sintió atraído por estas teorías como demuestra las experiencias con su amigo Otero Acevedo o su primera conferencia conocida, en Pontevedra, sobre «El ocultismo». Pensamiento irracionalista que mantuvo en el tiempo pues en 1924 toma partido a favor de Joaquín Argamasilla de la Cerda, hijo de su amigo del mismo nombre, al que está dedicada la primera edición de La lámpara maravillosa. Pues bien, Argamasilla sostenía que podía ver a través de los cuerpos opacos y hacía demostraciones públicas. El caso despertó una gran polémica en la prensa madrileña; señalo que su fama fue grande pues Houdini, incansable perseguidor de fraudes, estudió su caso. Para conocer lo que era capaz de ejecutar seguimos la descripción de una de las sesiones hecha por Luis Araquistain:

Presencié el experimento en compañía del doctor Negrín, de unos cuantos amigos del joven señor Argamasilla y de su padre, el marqués de Santa Clara [...] la primera prueba me dejó estupefacto. En una de las cajas metálicas que usa el señor Argamasilla habíamos metido Negrín y yo un recorte de periódico [...] El operador se puso algodón sobre los ojos y encima le fue atada una venda. Cogió la caja que le dábamos, bien clausurada, y comenzó a enfocarla por la arista del cierre, situado en el centro. La apartó y la acercó al rostro repetidas veces, la ladeó en diferentes sentidos y al cabo de unos instantes de angustiosa espera, leyó unas cuantas líneas del recorte. Abrimos la caja, y cotejado lo leído con lo impreso, resultó que era idéntico. La prueba se repitió otra vez con el mismo éxito. El hecho era indiscutible. El señor Argamasilla leía dentro de una caja cerrada con llave.

 El doctor Negrín solicitó entonces una tercera prueba. Aún diciéndose fatigado, el señor Argamasilla accedió gentilmente a lo que se le pedía. Nos retiramos de nuevo Negrín y yo al cuarto contiguo donde hacíamos la preparación de la caja [...] sacó una tarjeta de visita con un nombre en el centro; escribió una dirección con letra bastante grande, e imitando la de imprenta, en el borde inferior y me dijo con su gravedad característica:

.-Verá usted como no lee lo que he escrito.

 En efecto: el señor Argamasilla leyó el nombre impreso pero no la dirección manuscrita, a la cual no hizo ninguna referencia [...]”. Y tras relatar otros experimentos, Araquistain concluía irónico que “el señor Argamasilla ve bastante bien en los cuerpos opacos y todavía mal a través de los cuerpos opacos.

[«La visión en los cuerpos opacos», El Sol, Madrid, 23-II-1926: 1].

Valle-Inclán asistió en Madrid a alguna de estas experiencias, y cuando el doctor Lafora lo denunció como un fraude don Ramón tomó partido… por Argamasilla:

Querido Joaquín: he leído el artículo del doctor Lafora sobre el cual me preguntas y no creo que debas preocuparte. Este doctor parece que es un eminente alienista, pero nunca ha mostrado ser un zahorí en achaque de trucos y tahurerías [sic]. Su opinión en este punto carece de toda autoridad. Hablar de lo que no se ha visto y suponernos tontos a los que hemos tenido plena comprobación, acusa más ligereza que sentido científico.  Es siempre tu amigo, Valle-Inclán [El Sol, Madrid, 19-II-1926:1].

 Indudable pues esa vena irracionalista, pero, la larga lista de autores señalados por la crítica como posibles influencias, se me antoja excesiva y poco razonable. De Eliphas Levi, como ha mostrado V.Milner Garlitz [El centro del círculo, 2007:44] tomó unos renglones en «Exégesis trina», autor al que leyó traducido al español, pues se conserva un ejemplar de Dogma y ritual de la Alta Magia (Librería de la Irradiación, s.a, Madrid-La Plata, 2 vols.) con subrayados y marcas de don Ramón. Pero de otros mencionados en su artículo «Psiquismo» podemos dudar de su existencia –Pozzo di Mombello- y de la veracidad de Valle-Inclán cuando afirma que ha «tenido el honor de asistir en Nápoles» a las experiencias de Lombroso con la médium Eusapia Paladino. Insisto en que los artículos de prensa son literarios y como tal deben aceptarse, o de lo contrario tragar la rueda de molino que conoció a Pablo Iglesias o a Fermín Salvochea.

Sin embargo, una figura debe ser rescatada: Rubén Darío. No resulta la reseña de un volumen lugar adecuado para extenderse sobre el tema, que resumo con palabras de Valle-Inclán al enterarse de la muerte de su amigo:

Ha leído usted?... ¡Pobre Rubén!

 Don Ramón del Valle-Inclán me daba la noticia funesta, enrojecidos por el llanto los ojos brujos.

- ¡Es horrible! ¿Con quién comentaré ahora mi Lámpara maravillosa? Rubén hubiera tomado su wisky [sic], yo mi píldora de cáñamo índico, y nos hubiéramos internado en el misterio. Él era un hombre que estaba en contacto con lo misterioso.

 Y mientras así decía el maestro de las Sonatas, unas lágrimas brillaron en los cristales de sus quevedos, y la ambigüedad de sus barbas tembló bajo la voz doliente
[Sassone, F., «Rubén Darío ha muerto», La Esfera, Madrid, 19-II-1916).

 Misticismo y, en menor medida, irracionalismo recorren La lámpara maravillosa. Resta referirse al cáñamo índico, o hachís, del que no hay duda de su empleo. Desde su conferencia en Buenos Aires sobre «Los excitantes en la literatura» (1910) hasta La pipa de kif (1919) hallamos referencias a esta sustancia, pero su uso no implicaba ninguna transgresión, ni ruptura de tabú alguno. Se empleaba en la farmacopea de época, bien en pastillas, tintura, o diluido en líquidos, para padecimientos urinarios, motivo por el que le fue recetado a don Ramón, además de callicida, para calmar a los enfermos mentales en los siquiátricos... sustancia tan conocida que la nada sospechosa enciclopedia Espasa define la voz “charas” (empleada en el poema “La tienda del herbolario”) como: “variedad del cáñamo índico [...] esta clase de haschisch [sic] no llega al comercio europeo sino que se consume en la India como una substancia de efectos embriagadores muy estimada”. Su consumo suponía lo mismo que para nosotros el ibuprofeno, pero emplearlo para adentrase en el misterio, la búsqueda de un camino diferente para la creación artística y la introspección, frontalmente opuesto al racionalismo… esa es la gran diferencia. En la carta a Corpus Barga antes mencionada (p. 149-150), desde su casa de La Merced, le dice:

[…] Vivo en el mejor de los mundos ignorándolo todo: Todo lo efímero, que son los sucesos de nuestra vida desde que nacemos hasta que nos morimos… Después debe comenzar la visión y el conocimiento verdadero, sin el engaño fundamental del tiempo y de la geometría. He vuelto a tener algunos éxtasis, y sin la ayuda del cáñamo índico que he abandonado por completo. Tendido en el campo o frente al mar llego a la imantación con todas las cosas del Universo […]

Solamente una tacha -ampliable a tantos- a esta edición tan pulida, consistente en no cuestionar nada de lo escrito anteriormente por la crítica que, de justicia es, ha tenido aciertos, pero también exageraciones y disparates. Por ejemplo, Garlitz [op. cit,: 42] describe el grabado de Moya del Pino afirmando que “pinta al autor como rabino cabalista al lado de una lámpara antigua”; C. Maier [Suma valleinclaniana, 1992: 230] indica que «está leyendo. Lleva turbante y se encuentra sentado en una biblioteca donde la decoración está más de acuerdo con los dibujos teosofistas hechos por Moya que con la iconografía cristiana». En realidad, su cabeza está cubierta con un gorro de pastor leonés, se abriga con una manta comprada en la feria de Padrón, que usaban los serenos, la lámpara es un velón de Lucena y la biblioteca es en la casa que tenía alquilada en Cambados.

El celtismo en Galicia es un mito, y la idea de que el supuesto origen tenga influencia alguna un disparate. Como lo es afirmar que admiraba a Péladam o que trató de imitarlo físicamente. Fuera de que ambos tenían barba, su parecido era el mismo que entre una paloma y un cuervo, aves ambas. Las melenas pueden llevarnos de Zorrilla a Celso Lucio y López, autor hoy olvidado cuyos pelos llevaron a Mariano de Cavia a formular en sus deseos para 1903: “[…] Valle-Inclán y Celso Lucio / se pelan el occipucio”.

  Reiterar mi agradecimiento como lector a Diego Martínez Torrón por su edición profusamente anotada y cuidada, y agradecerle que sin necesidad de whisky o hachís (o con ambos) podamos disfrutar del milagro musical de las palabras:

Aquello que me hace distinto de todos los hombres, que antes de mí no estuvo en nadie, y que después de mí ya no será en humana forma, fatalmente ha de permanecer hermético. Yo lo sé, y sin embargo, aspiro a exprimirlo dando a las palabras sobre el valor que todos les conceden, y sin contradecirlo, un valor emotivo engendrado por mí.
(La lámpara maravillosa).

                                                                                                                                                                                                                                                                           Joaquín del Valle-Inclán Alsina.


El Pasajero, núm. 33, 2025

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