Notas de estética teatral orteguiana:

Don Juan Tenorio y el esperpento
 

Tomás Salas
I.E.S. Serranía (Málaga)

Artículo publicado en Analecta Malacitana, Rev. de la sección de Filología de la Fac. de Filosofía y Letras, Universidad de Málaga, vol. XVI, 2 (1993), págs. 385-401.
    A Asunción Rallo
1. PLANTEAMIENTO: UNA CRÍTICA A DON JUAN TENORIO
    «A diferencia del hombre antiguo -ha escrito un ensayista contemporáneo-, que hereda un saber arcano en forma de mitos y lo enriquece pródigamente, el hombre medieval y el hombre moderno sólo ha sabido crear cuatro figuras míticas originales: Fausto, Hamlet, Don Quijote y Don Juan. Dos han nacido en España y de ellas la última, Don Juan, es quien mejor merece el nombre de mito moderno»1.

    En efecto, el tema de Don Juan parece un filón inagotable con el que entramos inevitablemente en el tema del mito. Prueba de esta vitalidad es que ensayistas y creadores literarios de nuestras letras contemporáneas han escrito penetrantes páginas sobre el tema. Aunque son múltiples las encarnaciones literarias -y artísticas en general- en las que se ha cristalizado el gran mito del Conquistador, para el español es prácticamente inevitable relacionar dicho mito con el drama de José Zorrilla Don Juan Tenorio. Puede decirse que esta obra romántica es el drama español popular por excelencia. Quizá no haya una obra teatral más famosa y archirrepresentada en nuestra literatura que el Don Juan Tenorio de Zorrilla. Si hay una obra que merezca el calificativo de «popular» (con todo el carácter equívoco y polémico que éste conlleva), es ésta. Desde el jueves 28 de marzo de 1844, en que se estrenó2 , hasta hoy, la obra ha tenido una sucesión ininterrumpida de representaciones. Este drama romántico -muy discutido por alguna crítica y en cierta forma olvidado- ha sabido resistir el paso del tiempo y los cambiantes gustos y estéticas de las sucesivas generaciones, hasta convertirse en una institución de la escena española. Sin embargo, si ha sido mucha la tinta derramada en la literatura ensayística o filosófica (incluso psiquiátrica; no se olvide la penetrante pluma de Marañón) sobre su personaje central, el Burlador, la crítica no ha atendido como se merecen otros aspectos más puramente literarios y estéticos de la obra. «Hasta hace muy pocos años -escribe Fernández Cifuentes en una edición reciente de la obra-, la opinión más o menos inmediata sobre sus cualidades o sus defectos había desplazado casi por completo al análisis de la obra en sí»3. Y más adelante: «La toma de partido a favor o en contra de el Tenorio, el elogio o la censura de este o aquel pasaje, parecían agotar las posibilidades criticas de la obra»4. Prueba de esta desatención crítica es que El burlador de Sevilla, atribuida a Tirso de Molina, obra del mismo tema y antecedente inmediato del Tenorio, ha recibido mucha más atención y ha sido analizada con mayor «seriedad y detalle» que la de Zorrilla.

    Las causas de esta desatención son complejas. Pueden ir desde la consideración del Romanticismo español como un periodo no muy brillante desde el punto de vista literario, hasta la misma popularidad de la obra5 que, si bien parece su mayor mérito, puede hacer que se la conciba como algo elemental, obvio, simple y, por tanto, no necesitado de mayor elucidación.

    Es por todo ello más llamativo un artículo de Ortega y Gasset (que está en el origen de este trabajo) publicado en El Sol con el expresivo título de «La estrangulación de Don Juan»6. Aparte de esta crítica periodística, Ortega trata en otras ocasiones el tema de Don Juan y el donjuanismo, que para él -como para una gran parte de su generación- tiene gran interés. El tema aparece en varios textos suyos y no se olvide de que está íntimamente relacionado con dos temas que le son muy queridos: el del amor y el del hombre interesante7. En este artículo, sin embargo, se centra Ortega en aspectos literarios y estéticos; y desde este punto de vista, nos interesa su comentario. La misma perspectiva -con independencia de las conclusiones a las que arribe- conlleva originalidad; supone en la obra de Zorrilla cierta arquitectura dramática, cierto fondo estético, que es compatible con la popularidad, pero que está lejos de la mera simpleza. Ortega analiza el drama de Zorrilla con el pretexto concreto de hacer una crítica a una escenificación concreta. (Y aquí uso «crítica» en su sentido quizá más burdo; el filósofo «critica», rechaza, presenta como inadecuada la forma en que el drama se presenta). El texto orteguiano, como es frecuente, parte de una incitación coyuntural que, a la postre, pasa a un lugar secundario y deja en un primer plano cuestiones más generales, que han sido suscitadas por el tema principal. Así, el artículo va más allá de lo circunstancial y entra en cuestiones relativas a la estética del drama y del teatro en general. Este análisis estético culmina con lo que me parece una excelente intuición crítica: la identificación del drama de Zorrilla con el ilustre invento literario valleinclanesco: el esperpento. Esta identificación supone un buen punto de partida para una mejor comprensión de los dos términos (aparentemente alejados).

    El objeto de este trabajo es estudiar estas aportaciones orteguianas a la teoría teatral, centrándonos en el artículo y los temas citados, pero sin perder de vista los otros textos que versan sobre el tema literario y estético en general y el teatro en particular. Singular atención habrá que prestar al texto orteguiano más riguroso y completo de explicación teórica del hecho teatral, la conferencia de 1946 Idea del Teatro8. Todos estos textos forman un corpus altamente coherente, aunque discontinuo en el tiempo y disperso en las formas de expresión, en el modus dicendi, siempre tan problemático en Ortega9. En este corpus se insertan y descubren en toda su riqueza teórica las ideas del artículo de 1935.
 

2. UN DRAMA POPULAR Y POLÉMICO
    De las varias apreciaciones estéticas que Ortega hace sobre el drama, la más llamativa es la que considera la obra como ejemplo de teatro plenamente popular. Torrente Ballester, gran donjuanista, ha escrito estas palabras contundentes sobre la obra de Zorrilla: «Es la más discutida, quizá, de las obras teatrales modernas, la más alabada y denostada, pero la única verdaderamente popular»10. Para llegar a esta conclusión no hay sino que tener en cuenta una serie de datos cuantificables, que entrarían más bien en el terreno de la Sociología de la Literatura: número de estrenos, frecuencia, características y niveles del público, etc. Ortega es consciente de la presencia de la obra en la sociedad española de los dos últimos siglos; presencia viva en todos los estamentos sociales y culturales. «Apenas habrá -escribe-, efectivamente, un individuo en toda la colectividad española en quien no vivan y no operen sus influjos positivos o negativos los personajes todos de este drama y una enorme porción de sus versos»11. Por lo tanto, se trata de algo más que del éxito momentáneo ante un público o el halago de unas preferencias; el caso es que la obra penetra en la vida española y pasa a ser parte consustancial suya. Para esto es necesario que llegue a todos, en todos los niveles de sensibilidad y cultura. «Vamos todos y todos juntos -esta es una de las dimensiones maravillosas-; vamos los que somos pedantes de oficio y los que son ingenuos y espontáneos por misterioso destino»12. En última instancia, esta popularidad supone una estrecha identificación de la obra con su público, que se ve reflejado en sus fortalezas y debilidades, en sus vicios y virtudes. La obra teatral es un reflejo de los valores de la sociedad y, de alguna manera, un espejo donde ésta se mira. Esto guarda coherencia con lo que Ortega afirma en otros lugares de su obra y, en especial, en Idea del Teatro. En esta obra se vinculan los orígenes del fenómeno teatral en Grecia a ritos festivo-religiosos del culto dionisiaco. Y una de las características de este rito (y de todo el mundo cultural y simbólico que le acompaña) es su enraizamiento en la masa popular. «La primitiva religión dionisiaca en cuyos ritos nace el teatro es religión del pueblo, para el pueblo y por el pueblo, de ahí que consista antes que nada en culto público»13. Todos los ejemplos que Ortega aduce de lo que llama «teatro en forma» (es decir, el género en sus momentos ejemplares, de máxima plenitud), son ejemplos de teatro popular: el griego clásico, el barroco del siglo XVII español, el isabelino inglés. Considera, sin embargo, la época en que escribe momento no brillante desde el punto de vista teatral, más bien de crisis14.

    También es posible hacer una valoración de la popularidad en un sentido negativo, no necesariamente desde postulados estéticos elitistas, pero concibiendo el halago fácil a un público mayoritario como indicio de baja calidad intelectual. Así, algunos estudiosos rechazan la obra de Zorrilla por su carácter popular (entendiendo esta palabra en su peor sentido), su efectivismo y artificialidad, su versificación sonora, en constante peligro de caer en el ripio; en resumen, su carácter convencional que es, precisamente, lo que Ortega destaca como aspecto superior de la obra. Y hay que reconocer, desde luego, que otras versiones como la de Tirso de Molina, tienen aparentemente una mayor enjundia intelectual y una estructura formal más compleja. En general, si se compara la versión de Zorrilla con otras -la de Lenormand, la de Torrente Ballester en la novela, la del mismo Tirso-, éstas resultan siempre más complicadas, más delicadas, más intelectuales que la versión zorrillesca.

    Unamuno, que tantas veces puede servir de contrapunto a las tesis orteguianas, rechaza abiertamente lo que llama «zorrillismo estético» y, por supuesto, el drama del Tenorio. Unamuno es modelo de escritor para el que la literatura, antes que otra cosa, es campo de exposición y debate de ideas; y tiene que rechazar por principio esta sonora música fácil al oído que son los versos de Zorrilla. La obra del escritor madrileño, para el vasco, falla tanto en el contenido con en la forma: «Los sentimientos que quieren expresar -dice- son sentimientos superficiales y están superficialmente expresados»15. A pesar de esta opinión adversa, Unamuno pone el acento en uno de los puntos clave del tema, al considerar el drama del Tenorio desde su vertiente religiosa, al relacionar su popularidad con las creencias de la religiosidad popular española. Llama a esta obra «acto de culto del catolicismo popular, laico de España». Es por tanto, un acto «religioso y artístico». Piensa que la obra es un «misterio […] en lo erótico, lo sexual si se quiere, no es más que una somera envoltura de lo íntimo de él […]. Lo religioso, lo ‘misterioso’ sigue siendo lo extrañado, lo que atrae al público»16. También, como se ha visto, Ortega vincula el fenómeno teatral a un sentido ritual y religioso colectivo. Éste es uno de los pocos puntos en que ambos pueden coincidir en el tema. No obstante, dejando aparte este aspecto religioso, Unamuno lanza sus andanadas (lo que hacía como nadie) contra el poeta madrileño: «El Zorrillismo no es sino hojarascarería sonora. Y con una sonoridad muy simple, para oído muy sencillo e incapaz de apreciar la íntima consonancia de ciertas, a primera impresión, disonancias17. La melodía de Zorrilla es melodía de caramillo de pastor. A lo más de flauta. Al órgano apenas llega, y a la orquesta nunca. Sus estrofas preceptivas, erizadas de agudos, son de lo más primitivo que se puede oír»18. Populismo, facilidad, primitivismo. Esto que don Miguel ataca, buscando una obra de mayor densidad ideológica, es, precisamente, lo que Ortega, que algunos presentan como el gran teórico del elitismo artístico y literario, aprecia como lo más valioso del drama. Aquí, en el fondo, lo que hay son dos concepciones opuestas de hecho literario. Para don Miguel la literatura es, ante todo, portadora de ideas e inquietudes. Para Ortega, en la literatura prima un papel principal el elemento estético. Coherentes con este principio, Unamuno fue un extraordinario pensador en sus novelas y poemas y Ortega fue un magnífico escritor en su obra de pensamiento.

    Esta apelación que hace Ortega al conocimiento previo de algunos elementos de la obra (de forma que el espectador se reconoce en ella), parece suponer una especie de subconsciente colectivo en el que radican estas señas de identidad cultural. Indudablemente, nos situamos en el terreno del mito. En efecto, hay figuras que sobrepasan la calidad de personajes literarios y entran en la de arquetipos colectivos, situándose más allá del acontecer histórico y trascendiendo el ámbito de la obra y del escritor. Para ello es necesario que toquen alguna fibra sensible, esencial de la condición humana y que, por lo mismo, sean un acicate continuo a la labor inacabable de profundizar en esta condición. «Don Juan -dice Ortega- no un hecho, acontecimiento, que es lo que fue de una vez y para siempre, sino un tema eterno propuesto a la reflexión y a la fantasía. No es una estatua que puede sólo ser reproducida, sino una cantera de la que cada cual arranca su escultura»19. El mito del hombre que enamora mujeres como faena principal de su vida ha inspirado a muchos artistas y ha estimulado la reflexión de pensadores, que ven en él una clave significativa de la condición humana.

    Entre los intelectuales contemporáneos a Ortega, el tema del Don Juan ha sido casi una constante elaborada desde las más diversas perspectivas, pero siempre tendiendo como referencia su calidad de mito. Desde el punto de vista moralista y psiquiátrico de Marañón, a la consideración de mito nacional de Maeztu; desde el desdén de Unamuno, a la meditación de Ortega sobre el hombre interesante, se ha hecho una profunda reflexión sobre la figura y significación del Burlador en los más diversos tonos y puntos de vista. También en la creación literaria, han reflejado en sus obras al personaje autores como Pérez de Ayala, Bergamín, Casona, Unamuno, por señalar sólo a algunos autores cercanos cronológicamente a Ortega.
 

3. NOTAS DE ESTÉTICA TEATRAL
    Pero volviendo a consideraciones más circunscritas a lo literario, el drama de Zorrilla, según Ortega, se caracteriza por una serie de rasgos que paso a analizar.

    En primer lugar, por su simplicidad en forma y estructura dramática. El drama en cuestión es lo que se llama una obra fácil, apta para todas las inteligencias. «Don Juan Tenorio -dice Ortega con expresiva exageración- es una obra deliberadamente dedicada a papanatas»20. Quiere esto decir que vemos la obra un poco como un niño escucha un cuento: de una forma crédula, maravillada. Se puede seguir la obra fácilmente, sin apenas esfuerzo. La pueden seguir todos y de todos los niveles culturales. No presenta complicaciones intelectuales ni formales. El argumento es rectilíneo y avanza en el tiempo sin ramificaciones laterales. Los personajes, en fin, están trazados con rasgos claros y definidos, de forma que se convierten en una especie de caricatura: «Se procura deliberadamente el convencionalismo en la psicología de los personajes que son figurones, puro chafarrillón, mascarones de proa, los rostros sempiternos de feria y verbena»21. En cuanto a lo artificioso y convencional de los personajes, Ortega pone como ejemplo la conocida escena inicial del Tenorio, que es, desde luego, un modelo cumplido de trama de personajes que corresponden a un esquema previo del autor y no a mímesis más o menos fiel de la realidad. Hay un claro y elemental juego de paralelismos: el Comendador y don Diego, don Juan y don Luis, la pareja de rondas, y, a partir de ahí, se suceden una serie de hechos que, según Ortega, «acontecen a un ritmo tan claro, tan elemental, que lo puede seguir un niño»22. Para colmo, la obra tiene un final feliz. El amador impenitente se salva, al contrario que en el drama moral de Tirso de Molina. Ortega observa cómo la misma postura del autor es una actitud relajada, sin grandes tensiones ni pretensiones artísticas: «Zorrilla lo escribió ‘en broma’, es decir, sin la pretensión de hacer una obra personal que le conquistase el más alto rango en la jerarquía de los poetas. Al contrario, para escribir, aflojó todas las cuerdas de su lira, en vez de azuzar su inspiración hacia lo alto, la dejó caer cómodamente abandonada a su propio peso; en suma, tuvo la voluntad de ‘no hacer nada de particular’, de vulgarizarse»23. Esto lleva a Ortega a calificar la obra con las cualidades de «simplicidad y primitivismo»24. Simplicidad como característica de estilo que resume a todas las demás, y primitivismo como cualidad que le lleva a esa gran capacidad de comunicación.

    Otro de los elementos que destaca Ortega es uno de los rasgos que más se han criticado en la obra: la versificación. El verso tan característico de Zorrilla, de fácil sonoridad, de música pegadiza, que tantas veces está a punto de caer -y, en ocasiones, cae- en el ripio. Eso que Unamuno llama «hojarascarería sonora» es una cualidad que Ortega considera preciosa. Pero entiéndase: Ortega comprende la poca validez estética y la pobre calidad literaria de estos versos. Él mismo es consciente de su contextura prosaica. «Se trata -dice- de que la prosa aparezca de súbito disfrazada chillonamente de verso»25. El contenido es prosaico y el verso tiene como función disfrazar ese contenido. «Así se explica que el Don Juan sea casi por entero pura prosa a quien se le ha puesto el arreo del verso»26. Unos versos a los que se ha reprochado el ser intraducibles a otros idiomas, ya que pierden el sonsonete de su música. Ortega explica en parte esta característica del zorrillismo estético con uno de sus tesis más queridas: la de las generaciones27. El autor del Tenorio pertenece a la generación que Ortega llama «post-romántica» (nacidos entre 1805 y 1819) a la que también pertenecen Musset, Larra, Gauthier, Karr y Tocqueville. No es casual para Ortega que «el placer de la rima como elemento de comicidad» sea común a Zorrilla y al primer Musset. Lo que Ortega admira aquí es la versificación como elemento funcional del drama, no en sí misma. Como literatura son un desastre; como teatro, una maravilla. Entonces, ¿es que el teatro es algo distinto a la literatura? Sí y no. Para Ortega el teatro es una forma artística especial, que está con un pie dentro y otro fuera de los géneros literarios. Es literatura, pero no sólo literatura. Si el elemento literario es verbal, en el teatro hay otros constituyentes no verbales que son imprescindibles. «Lo literario se compone sólo de palabras […] Pero el Teatro es una realidad que, como la pura palabra, llega a nosotros por pura audición. En el teatro no sólo oímos, sino que aún y antes de oír vemos»28. Por lo tanto, «el Teatro […] antes que un género literario, es un género visionario o espectacular»29. La visión orteguiana del teatro abarca elementos verbales y no verbales en una amalgama inseparable. Esta idea tiene en su tiempo cierto aire de modernidad, ya que, luego, las corrientes más avanzadas y vanguardistas ha tenido como una de sus principales señas de identidad la vindicación de los elementos extraverbales: música, color, danza, mimo, ruidos… La literatura, pues, ocupa su lugar en el teatro; y una demasía, un dosis excesiva de literatura puede ahogar la teatralidad de una obra, como una dosis elevada de ensayismo, de tesis puede envenenar una novela. Ortega admite que Zorrilla «ha querido operar aquí con un mínimum de literatura» y define la obra como «un scenario que se ha rellenado de versos»30. El escenario es el elementos primero, el espacio teatral, luego viene la literatura (los versos), junto con otros elementos heterogéneos, a llenarlo. Esta admiración por el valor estético de la llamativa sonoridad del verso zorrillesco lleva a Ortega, por coherencia, a una defensa a ultranza de su declamación exagerada, antinatural, musical, frente a un recitación que quite artificialidad a estos versos y los haga más cercanos a la prosa, al leguaje coloquial. Precisamente, el título del artículo citado con reiteración, «La Estrangulación de Don Juan» hace referencia a que el drama es «estrangulado» por un actor que, a fuer de naturalidad y moderación declamatoria, quita lo que a Ortega le parece lo más sabroso y propio de la obra, su artificialidad, su carácter convencional y de farsa. El actor artífice de este asesinato estético y escénico es uno muy afamado en su tiempo, el «Sr. Calvo»31. No sin ironía, recrimina Ortega a este cómico su crimen de lesa estética: «Zorrilla hace de la prosa verso, y el señor Calvo deshace la faena de Zorrilla, volviendo a poner el verso en prosa. Este señor no comprende que quien se fatiga en fabricar cosa tan absurda como es un ovillejo lo hace por algo y no para que el actor se lo chafe y retraduzca en pura charla de café»32. Hay que tener en cuenta que, en estos años (el artículo es de 1935), es normal un influjo naturalista y realista en la escena, lo que lleva a dar un tratamiento equivocado a una obra que, como el Tenorio, es profundamente antirrealista.

    Por último Ortega destaca en la obra su carácter de farsa, de cuento. Todo lo que ocurre en ella es inverosímil y teatral. Pone al espectador frente a un mundo que no es el suyo; y no otra cosa es para Ortega el fenómeno artístico. Para reproducir este mundo, esta vida prosaica, ya nos basta con la que hay, con la de cada cual. El arte tiene que sublimarnos a otras realidades, elevarnos por encima de nuestra pobre realidad cotidiana, ya que «el hombre necesita periódicamente la evasión de la cotidianeidad, en que se siente esclavo, prisionero de obligaciones, reglas de conducta, trabajos forzados, necesidades»33. Por esta razón Ortega habla, en más de un texto, de «embriaguez», de «orgía»; y coloca estos fenómenos en el mismo nivel que el arte, en el nivel ideal, supracotidiano34. El arte, en contra de lo que algunos crean ingenuamente, es una tarea artificial y artificiosa. Así el teatro y así este drama, en el que Ortega ve «un vaho musical como de ballet y de opereta»35.

    Se ve que el análisis que hace Ortega del Tenorio es coherente con la idea del teatro que está implícita en estos textos citados. El carácter artificial, convencional, evasivo y popular de la obra, la coloca como un modelo de teatro y, en última instancia, de arte.

    No deja de ser curioso que sobre una de las obras menos apreciadas por la crítica libresca (aunque siempre seguida fielmente por esa crítica anónima y muda que es el público) se pose, precisamente, uno de los pocos elogios que Ortega, tan crítico en este punto, dedica al teatro español.
 

4. DON JUAN TENORIO: UN ESPERPENTO AVANT LA LETTRE
    Toda la indagación que Ortega realiza del Tenorio puede resumirse en la pertenencia de la obra a un género literario al que Valle-Inclán dio nombre definitivo: esperpento. El tema esperpéntico apenas queda esbozado en el texto de Ortega como una derivación del tema del Tenorio. La idea general queda más o menos clara, aunque sentimos aquí -como tantas veces ocurre con Ortega- que la urgencia y el carácter circunstancial de los textos deja sin desarrollar plenamente un tema que en él seguro que hubiese dado más de sí. De todas formas, encajar el drama de Zorrilla en el género valleincanesco es, cuanto menos, una idea crítica original y sorprendente. Se está, pues, ante una nueva perspectiva en este estudio: la aportación de Ortega al concepto de esperpento, que en el texto orteguiano encaja en el estudio del Tenorio, pero que puede que tener un valor independiente. «El Don Juan Tenorio -dice Ortega- pertenece a un género literario que carecía de nombre y acotamiento hasta que Valle-Inclán, genialmente, se lo proporcionó llamándole esperpento»36. De esta afirmación se deduce, primeramente, que Ortega considera el esperpento en un sentido amplio, no circunscrito a ciertas obras dramáticas de Valle-Inclán: un género que puede abarcar obras anteriores y posteriores a las del autor gallego y que está presente en distintas épocas y manifestaciones de la cultura española. La labor de Valle-Inclán no fue, en rigor, inventar el género, sino darle una forma más elaborada, apocándose en la tradición anterior, y ponerle nombre. Nombre que tenía ya cierta tradición en la lengua española con el significado, según nuestro Diccionario, de «persona o cosa notable por su fealdad o mala traza» o «desatino o absurdo». A partir de esta significación común, gracias a Valle-Inclán, pasa a tomar esta nueva acepción que lo sitúa para siempre en el léxico de cualquier conocedor de la literatura. Hay, pues, en Ortega, un concepto que podríamos calificar de amplio del esperpento. Se trata de una categoría literaria («un género», dice explícitamente) que alcanza en el autor gallego su condensación máxima, pero que preexistía a su obra. En este punto las tesis orteguianas coinciden con gran parte de la crítica más autorizada. Ya Pedro Salinas, en su clásico trabajo37, hace referencia a un «prehistoria del esperpento», que supone una serie de artistas dispersos cronológicamente en la historia cultural española. Valle-Inclán no crea ab nihilo, sino que hunde sus raíces en una tradición, en la que Salinas cita a Quevedo, Góngora, el Greco, Goya. Aunque reconoce que la definitiva acta de nacimiento de la criatura se produce en 1920, año en que se da a conocer Luces de bohemia38. Como en Ortega, en Salinas hay un concepto amplio del esperpento. Para el poeta el esperpento está dentro de la misma obra de Valle-Inclán, fuera del teatro y de las piezas subtituladas como tales por su autor39. Además, Salinas incluye en esta «prehistoria» a artistas plásticos, con lo que saca el esperpento fuera de los límites de lo literario y lo convierte en un hecho estético general. Incluso llega a definirlo como «una visión de la vida». «Porque el esperpento -dice- no se queda confinado al tipo de obras dramáticas que dio nombre. Es más que un género, es más que un estilo y una técnica: es una nueva visión de la realidad humana»40. Otro crítico como José F. Montesinos piensa que «la tragedia grotesca no es invención de hoy» y ve antecedentes de los personajes esperpénticos en Cervantes y Galdós: «esos seres patéticamente inútiles, chiflados, desequilibrados, enloquecidos por las circunstancias en que viven»41. Otra es la cuestión de descender a los abundantes antecedentes concretos de obras, temas o personajes. Díaz-Plaja, por ejemplo, ve el personaje de don Friolera como una parodia del Otelo de Shakespeare42, mientras que Greenfield observa también «una parodia doble del cornudo del teatro nacional: el héroe calderoniano y su versión más moderna, esto es, el aburguesado héroe de la escuela de Echegaray»43. En el esperpento Las galas del difunto hay otra inspiración en la figura del Tenorio, como han estudiado Avalle-Arce y otros44. Guillermo de Torre, igual que Salinas, cita el nombre de Quevedo como antecedente ilustre y, en concreto, La hora de todos y la fortuna con seso45.

    ¿Cómo define Ortega este género? «El esperpento -escribe- es toda una forma de poesía cuyos productos más elementales son los telones con escenas de un crimen, pintadas con chafarrillones, que en las plazas y plazuelas explican los charlatanes a los papanatas»46. Este es un concepto ciertamente amplio, ya que abarca obras tan dispares como los esperpentos valleinclanianos, el Tenorio y los romances de ciego. Entre obras tan distantes, ¿hay realmente elementos comunes? No es, desde luego, la primera vez que el género se compara con las formas más elementales del teatro, las que son más «teatro puro» y menos «literatura», aquellas a las que se acude siempre cuando se quiere volver a las raíces de lo teatral. «Es muy peculiar teatro el que origina el esperpento: teatro de bululúes y titiriteros, cuando no la recitación de los ciegos romancistas. El guiñol va a dar a Valle-Inclán muchas de las condiciones de su técnica nueva»47.

    Si nos centramos en la configuración del personaje, que parece ser el terreno sobre el que se mueve el esperpento, hay una serie de rasgos, en efecto, comunes a todas estas manifestaciones. Dos rasgos que están muy relacionados son el antipsicologismo y el antirrealismo. Los personajes en la manifestación esperpéntica, desde la visión orteguiana, responden a un esquema previo del autor, que los crea con la pretensión de cumplir una función en el conjunto de la obra y no para copiar o mimetizar un referente real.

    En este sentido, incluso se puede acusar a estos personajes de mecanización, rigidez o caricaturización y se llega a hablar de personajes no humanos, caricaturizados48. Esta característica que llamo antipsicologismo está cercana -y casi se confunde- con el antirrealismo. Lo que en aquél es aplicación a los personajes, se aplica en éste a la obra y su enfoque general. En este sentido, cuando Ortega dice del Tenorio que sus personajes son como títeres, como muñecos, los está acercando al esperpento. «Cada personaje -escribe otro crítico- es fiel representación de su papel arquetípico, y a él responde del principio al fin; lejos de planteamientos psicologistas o moralizadores»49. Este convencionalismo lleva a una estructura muy trabada en sus elementos; el autor no deja nada al azar o la improvisación, sino que todo en la obra es cuidadosamente «artificial». Greemfield habla de una «simetría arquitectónica» en Luces de bohemia50 y Ortega pone en evidencia el carácter artificioso y geométrico de las escenas iniciales del Tenorio.

    Este carácter artificioso y convencional conduce a otro rasgo que llamo antimoralismo. Esto es, la finalidad de la obra es más estética que ética. No tiene el esperpento el afán de moralizar, provocar la conciencia o captar el compromiso del receptor, sino conmoverlo, asombrarlo. Y cuando hablamos de moralización hay que entenderlo en un sentido amplio. Moralismo más elemental es la fábula con su moraleja o la novela de tesis, obras al servicio de unos intereses ideológicos. Pero también puede existir un moralismo más sutil, más diluido, cuando la obra pretende dar testimonio de ciertos problemas, sin querer dar soluciones fáciles ni hacer propaganda ideológica. Es discutible, en el caso de Valle-Inclán, que este aspecto de un esteticismo aparentemente amoral sea excluyente de ciertas inquietudes que comparte con otros escritores contemporáneos: la crisis de España, el sentimiento de decadencia, todo eso que tanto se ha repetido. Ahí está la famosa definición del esperpento como «los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos»; ahora bien, la definición queda manca sin esta otra idea: «El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada […] deforma las caras y toda la vida miserable de España»51. Hay, pues, un aguijón de inquietud ética en el autor. El esperpento, según un autor, supone «una llamada a la ética, una constante advertencia y corrección»52. Esta preocupación ética, social y hasta política se concentra en el llamado «problema español», que es una de las señas de identidad más claras del «grupo del 98». Así, con el dilema entre literatura amoral y literatura testimonial nos colocamos en el centro mismo del enfrentamiento entre las que se consideran las principales tendencias de nuestra literatura contemporánea: Modernismo y 9853. No está claro a qué grupo haya que adscribir a Valle-Inclán, por esta indefinición suya entre lo lúdico y lo testimonial. Hay críticos que lo consideran dentro del Modernismo54, poniendo, así, en primer plano la dimensión estética de su obra; mientras otros, de forma más o menos matizada, lo relacionan con el 98, si no en cuanto a estética literaria, sí en cuanto a pertenecer a un común ámbito cronológico y cultural y por estar enfrentados a parecidos problemas e inquietudes, destacando su preocupación española. El clásico trabajo de Salinas ya citado, como indica expresamente en su título, considera al autor gallego «hijo pródigo del 98». Es decir, evolucionado desde el esteticismo y el exotismo a la preocupación española. Es más, hay críticos que ven en Valle-Inclán, no ya sólo el azoriniano «dolorido sentir» (y la consiguiente queja) ante la calamitosa situación española, sino una postura política comprometida y clara frente a ciertos males (como el militarismo), o ciertos personajes (como Primo de Rivera) de la sociedad española55. Para Joaquín Casalduero, derivan en parte de los propios acontecimientos a los que remiten, y hay en ellos datos, situaciones, personajes que tienen su correlato real más o menos velado56. La óptica, pues, de la escritura trata de ajustarse al objeto -España- para poderlo reflejar fiel y críticamente. Y conste que cuando hablo de reflejar, no lo digo en el sentido del realismo clásico; reflejo como testimonio, más que como copia es al que me refiero. Y la verdad es que a Ortega, en su afán por resaltar el aspecto lúdico y «zorrillesco» del esperpento, se le escapa esta dimensión testimonial y, por supuesto, ética que tantos críticos han puesto de manifiesto.

    Hay también que referirse a otra característica que Ortega atribuye al Tenorio y que constituye un rasgo definitorio del esperpento: el primitivismo, la elementalidad. Ya se ha visto como Ortega considera el esperpento como «una obra para papanatas». Nada en ella supone una complicación intelectual: «el tema ilustre [el mito de don Juan] en torno al cual se han urdido tan complicadas psicologías y teologías retrocede sabrosamente al pliego de cordel, a la aleluya, a la image d’Espinal»57. Esta apreciación no parece desacertada en el caso del Tenorio y de las formas artísticas populares y anónima citadas por Ortega, pero ¿es justa si se aplica al esperpento? Si se califica la obra del autor de las Sonatas de «simple y primitiva», hay que hacerlo con matizaciones. El primitivismo, el escribir para un público iluso, si es interpretado como descuido, como relajación, como dejar laxas las cuerdas estéticas, no es aplicable en absoluto a la obra de Valle-Inclán. Obra ésta hiperliteraria, concebida como juego verbal, en la que todo es deliberado y estudiado, en la que el lenguaje se ve sometido a una depuración y elaboración que no tiene nada de espontáneo ni de natural. Si en algo está de acuerdo la crítica sobre este autor es en considerarlo gran artífice de la lengua, una de los creadores de la prosa artística moderna en español. El mismo lo dice por boca de Max Estrella: «Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas. Pero la deformación deja de serlo cuando está sometida a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas»58. En efecto, una matemática perfecta, un álgebra estética depurada es toda su obra59. En este sentido, no discrepo en lo fundamental del carácter de popularismo atribuido al esperpento, pero matizo que esto no puede significar descuido o dejadez. Si el paralelismo entre el Tenorio y el esperpento puede ser útil, la comparación entre Valle-Inclán y Zorrilla enfrenta a dos autores distintos en cuanto a temple literario y vital y en cuanto a la misma concepción de la labor literaria. Zorrilla es un autor «popular», dado a su público. Para él la literatura es vehículo de pasiones y sentimientos en los que se puede reflejar la mayoría. Es representativo, en este sentido, del fuerte componente burgués que tiene el arte romántico, aunque a veces, aparentemente, se muestre con un gesto crítico. Valle-Inclán, sin embargo es, ante todas las cosas -en su actitud y hasta en su porte personal, en su concepción estética- un aristócrata, un hombre que desdeña y provoca al público (a la masa), seguro de que la validez de su obra se impondrá con el tiempo, más allá de los gustos y preferencias de sus contemporáneos. Sus mismas trayectorias biográficas suponen un fuerte contraste. Zorrilla, a pesar de sus dificultades, termina por triunfar y convertirse en un poeta coronado; Valle-Inclán, aunque muy apreciado en vida por ciertos círculos y considerado un personaje de la España de su tiempo, (quizá, en parte, por su pintoresco aspecto y estilo de vida), no acaba de triunfar en la medida en que lo merece; prueba de ello es que algunas de sus mejores obras teatrales fueron llevadas a escena con muchos años de retraso, lo cual fue contraproducente para su carrera personal, pero mucho más para el teatro español.
 

5. COHERENCIA, INTUICIÓN
    Estas reflexiones de estética teatral nos llevan al final al punto de partida: el texto de Ortega y su teoría artística y literaria. Hay en Ortega aportaciones fundamentales a la teoría literaria general y al conocimiento de obras y autores concretos. En el caso de las ideas sobre el Tenorio y su relación con el esperpento hay dos características que me parecen aplicables a los textos orteguianos sobre literatura en general: la coherencia y la intuición. Coherencia, porque no se trata de un conjunto de opiniones desconexas y azarosas, sino de unas ideas elaboradas, que forman un conjunto sistemático y que tienen su justificación en sus teorías filosóficas sobre la vida humana. En el tema que nos ocupa en este trabajo, el de la estética teatral, hay que remitirse a otros textos y, sobre todo, a la conferencia Idea del Teatro. La idea del teatro como fenómeno que trasciende lo literario y que desarrolla otros aspectos (visuales, sobre todo), la distinción, por tanto, entre teatro y literatura; la raíz lúdica que alienta en el fondo del hecho teatral (y de todo hecho estético), todo esto está en el artículo comentado y en Idea del Teatro, aunque es normal que en este último texto se desarrollen más profusamente otros temas -por el ejemplo, el de la metáfora. Una segunda característica que destaco en el texto orteguiano es la intuición. Sin intentar un texto sistemático y sin ser un crítico profesional, llega a unas conclusiones de gran originalidad y modernidad en la primera mitad de este siglo. A Ortega se le escapa el aspecto moral y testimonial del esperpento (quizá sólo podía ser valorado con más distancia temporal), pero su consideración del drama romántico, a contrapelo de una gran parte de la crítica de su época, es de una gran sagacidad. Valoración, además, que pone el acento en aquello que ha sido más criticado: el carácter convencional, artificial, la falta de «naturalidad» del drama. En esta artificialidad ve Ortega el meollo del drama romántico y esto le sirve para emparentarlo con el esperpento. En un tiempo en que la estética teatral podía equidistar entre un «teatro de ideas» y un teatro naturalista -espejo de la sociedad y sus problemas-, valorar el esteticismo y el ludismo, el gesto y hasta grotesco como raíces profundas del teatro, era casi hacer una profecía.

   

Tomás J. Salas


El Pasajero, otoño de 2004


 
 
NOTAS
1. Juan Rof Carballo: «El problema del seductor en Kierkegaard, Proust y Rilke», en Entre el silencio y la palabra, Madrid, Espasa Calpe, 1990, pág. 124.

2. El mismo Zorrilla cuenta las circunstancias en las que se encargó y escribió la obra en el cap. XVIII de sus Recuerdos de tiempo viejo, Barcelona, Imprenta de los sucesores de Ramírez, 1980. La obra fue escrita con una inusitada rapidez después de su encargo (20 días, según el autor y sus derechos fueron vendidos al editor Manuel Delgado por 4.200 reales de vellón. Para todos estos datos de la elaboración y estreno de la obra, puede verse la clásica biografía de Narciso Alonso Cortés, Zorrilla: su vida y su obra, Valladolid, Santarén, 1943, pág. 329.

3. En el prol. a su ed. en Barcelona, Crítica, 1993, pág. 23.

4. Ibíd., pág. 23.

5. «La popularidad del drama de Zorrilla ha perjudicado desde el primer momento la reflexión de muchos intelectuales, desde Manuel de Revilla hasta Ortega y Gasset: no sólo era altamente sospechoso que un drama gustara a las masas humildes -de la burguesía media hacia abajo-, sino que los mismos escritores, antes de preguntarse cómo estaba hecha la obra, se sentían obligados a responder a esta otra pregunta: ¿a qué se debe su popularidad, su éxito entre las multitudes?» (Fernández Cifuentes: op. cit., págs. 23-4; el subrayado es del autor).

6. Publicado con fecha 17 de noviembre de 1935. Sigo el texto recogido en Mirabeau o el político. Contreras o el aventurero, Madrid, Revista de Occidente, 1974, col. El Arquero, págs. 123-135. En adelante, cito este texto como «Estrangulación».

7. Al tema de Don Juan, además del artículo citado, dedica otros textos, como los tres artículos que recoge bajo el título de «Introducción a un Don Juan», en op. cit., págs. 70 y ss. También en Estudios sobre el amor aparece el tema del conquistador.

8. Uso la ed. de la col. El Arquero, Madrid, Revista de Occidente, 1977, 3ª ed.; cito en adelante como Idea.

9. El tema de los diversos géneros literarios, del modus dicendi en la obra orteguiana es agudo y ocupa un lugar central. Sin comprenderlo, no se atisba el significado y sentido de su obra. Cfr. Julián Marías: Ortega. Circunstancia y vocación, Madrid, Revista de Occidente, 1973, t. II, págs. 73 y ss. «A Ortega -dice este autor- le preocupa el tema [de los géneros] desde muy temprano. Se unen en él dos motivos de interés: su propia actividad de escritor y sus reflexiones críticas» (pág. 74). También Guillermo Araya: Claves filológicas para la comprensión de Ortega, Madrid, Gredos, 1971, 1ª parte «El género de la filosofía» y, más en concreto, el parágrafo 2 «El modus dicendi» (págs. 28 y ss.).

10. «Zorrilla», en Panorama de la literatura española contemporánea, Madrid, Guadarrama, 1965, pág. 45.

11. «Estrangulación», pág. 125.

12. Idem.

13. Idea, pág. 65, subrayado del autor. Para Ortega arte, sentimiento religioso y fiesta son elementos que van juntos en la cultura griega primitiva. «Para la Humanidad toda, incluyendo Grecia y Roma, toda fiesta es religiosa y la religión culmina a potiori en fiesta» (pág. 86). Ortega trae a colación una frase de Nietzsche: «toda fiesta es paganismo» (pág. 87) y afirma que todo este mundo de valores se viene abajo con el cristianismo. «La religión cristiana, al descalificar la vida humana como consecuencia de haber descubierto un dios más auténticamente Dios que los paganos, esto es, más radicalmente trascendente, mató para siempre el sentido festival de la vida» (pág. 87).

14. «En nuestro tiempo esto [la identificación del pueblo con el teatro] no acontece; ni la escena, ni el actor, ni el autor se hallan a la altura de nuestros nervios, y la mágica metamorfosis, la prodigiosa transfiguración no suelen producirse» (Ideas, págs. 57-58). A este tema de la crisis del teatro en el siglo XX dedica el «Anejo III» de esta obra, titulado «Sobre el futuro del teatro» (págs. 103 y ss.). Ortega presiente un negro futuro no sólo para el teatro, sino para la literatura en general. Con respecto la género narrativo, puede verse Ideas sobre la novela (1925), cap. «Decadencia del género». En mi tesis doctoral Los género literarios en el ensayo de Ortega: novela, poesía y teatro, Universidad de Málaga, 1993, trato el tema de la crisis del teatro en 2ª parte, cap. 6, «Presente y futuro del teatro» (págs. 354 ss.); y para el mismo tema en la novela, 1ª parte, parágrafo 7.1. «La crisis de la novela» (págs. 139 ss.).

15. «El zorrillismo estético», en Obras Completas, Madrid, Escelicer, vol. III, pág. 100. Este artículo se publica primeramente en 1917, año del centenario de Zorrilla y, por tanto, pródigo en publicaciones laudatorias sobre el poeta. Unamuno, como suele, gusta ir a contracorriente.

16. Idem. En general, las concepciones de Unamuno y de Ortega sobre el teatro son opuestas, lo que en el fondo obedece a concepciones distintas sobre el arte y el papel del intelectual en la sociedad. Estudio esta oposición en mi trabajo «Unamuno y Ortega: una pequeña polémica sobre teatro», comunicación presentada en el VIII Simposio de Actualización Científica y Didáctica de Lengua Española y Literatura y publicado en las Actas, Málaga, Diputación, 2003, págs. 237-242.

17. Sospecho que Unamuno está pensando en su propia poesía cuando se refiere a estas aparentes «disonancias». En más de una ocasión se queja de que la «música» de sus poemas no sea captada por los lectores.

18. «El zorrillismo estético», pág. 1002.

19. «Introducción a un Don Juan», en Mirabeau o el político, ed. cit., pág. 97.

20. «Estrangulación», pág. 131.

21. Idem.

22. Idem.

23. Ibíd., pág. 130.

24. Ibíd., pág. 131.

25. Ibíd., pág. 132.

26. Ibíd., pág. 133.

27. «Estrangulación», págs. 131-133. Las generaciones como método de interpretación histórica es una de las tesis más desarrolladas por en Ortega. El tema se encuentra disperso y repetido en muchos lugares de su obra; pero se expone de una forma explícita y clara por vez primera en El tema de nuestro tiempo (1923), cap. I, titulado «La idea de las generaciones», aunque aparece también en Vieja y nueva política (1914) y, después, en forma más madura y desarrollada, en En torno a Galileo (1933). El libro de Marías El método histórico de las generaciones, Madrid, Revista de Occidente, 1949 (consulto la 4ª ed. de 1967) desarrolla de forma fructífera esta idea orteguiana.

28. Idea, pág. 34.

29. Ibíd., pág. 35.

30. «Estrangulación», pág. 131.

31. Se refiera a Ricardo Calvo Agostí (1873-1966), nacido y muerto en Madrid. Pertenece a una famosa saga que se extiende sobre la escena española durante varias generaciones. Hijo, nieto y sobrino de actores, trabajó en los principales teatros de España y América y se especializó en el teatro clásico español. Ortega hace referencia también a su padre, «el gran actor romántico» Ricardo Calvo; y hace notar el cambio de estilo de una generación a otra. Del estilo más declamatorio y romántico se pasa prosaico y natural. Por supuesto, Ortega prefiere el de la generación más antigua.

32. «Estrangulación», págs. 131-133.

33. Idea, pág. 76.

34. Véase Idea, págs. 75-76. El tema de la embriaguez, de la enajenación, de la evasión se repite en su obra. En el «Comentario al Banquete de Platón» (Obras Completas, IX), aborda el tema de los estupefacientes, considerando esa necesidad de evasión como un de las constantes del hombre desde sus orígenes.

35. «Estrangulación», pág. 131.

36. Ibíd., pág. 130.

37. «Significación del esperpento, o Valle-Inclán hijo pródigo del 98», en Literatura española. Siglo XX, Madrid, Alianza Editorial, 1985, págs. 86-114.

38. La obra se publica en la revista España y lleva el subtítulo, por vez primera, de «esperpento». Este año es especialmente fructífero para su obra, pues se publica también Divinas palabras, Farsa italiana de la enamorada del rey, El pasajero, Claves líricas y Farsa y licencia de la reina castiza.

39. Salinas habla de una «novela esperpéntica» (Tirano Banderas, las narraciones de El Ruedo Ibérico) o de la presencia de este estilo en libros de poemas (La pipa de Kif). «Así -dice- lo que salga de ahora en delante de la imaginación valleinclanesca [se refiere a después de 1920] y pase por su pluma, novela, poesía, teatro, saldrá a existir y a crecer en ese nuevo espacio físico del riguroso disparate, y será, si no esperpento, por lo menos esperpéntico» (loc. cit., págs. 130-131).

40. Op. cit., pág. 102; el subrayado es mío.

41. José F. Montesinos: «Modernismo, esperpentismo, o las dos evasiones», en Revista de Occidente, 44-45 (1966), pág. 155.

42. Guillermo Díaz-Plaja: Las estéticas de Valle-Inclán, Madrid, Gredos, 1965, pág. 239.

43. Sumner M. Greenfield: Valle-Inclán: anatomía de un teatro disperso, Madrid, Taurus, 1990, pág. 219.

44. Avalle-Arce: «La esperpentización de don Juan Tenorio», en Hispanófila, 7 (1959), págs. 29-39. También Eliane Lavaud: «Otra subversión valleinclaniana: el mito de don Juan en Las galas del difunto», en Ramón del Vallé-Inclán (1866-1936), Niemeryer Verlag Tübigen, 1988, págs. 139-146. Sin embargo, la relación que plantea Ortega entre Zorrilla y Valle-Inclán es distinta: se trata de características genéricas y no de rasgos de un personaje concreto.

45. De Torre llama a esta obra «la suprema y más cruel eutrapelia imaginada» (La difícil universalidad española, Madrid, Gredos, 1965, pág. 154). En general, sobre los antecedentes del esperpento, puede verse la obra de César Oliva Antecedentes estéticos del esperpento, Universidad de Murcia, 1978.

46. Ibíd., pág. 94.

47. Montesinos: loc. cit., pág. 154. La relación del esperpento con las formas teatrales más elementales ha sido destacada por varios críticos. Vid. Casalduero (en op. cit.) que destaca la terminología propia de títeres y marionetas en estas obras; Evelio Echevarría: «El esperpento y el teatro de marionetas italiano», en Hispanic Review, 43 (1975); Jesús Rubio Jiménez establece relación con dos géneros populares: el Gran Gignol y el drama policíaco (prólogo a su ed. de Martes de Carnaval, Madrid, Espasa Calpe, 1991, págs. 65-66).

48. «Su misión -escribe Salinas- no es lo psicológico ni lo interior, es la representación evidente del mundo de las formas con algo de ese abultamiento y exageración que ha de tener siempre el telón de teatro o la indumentaria del cómico para que impresione en la distancia de la sala» (loc. cit., pág. 94). Greenfield destaca el «antisentimentalismo» de estas obras y lo relaciona con las tesis orteguianas de la «deshumanización del arte» (loc. cit., pág. 221). Es conocida la distinción que hace Valle-Inclán entre ver los personajes desde abajo (épica clásica), de frente (novela moderna) y desde arriba (su propia perspectiva). Ver el comentario a esta distinción en Antonio Buero Vallejo: «De rodillas, en pie, en el aire», en Revista de Occidente, 44-45 (1966), págs. 132-145.

49. Mercedes Etreros en el prólogo a su ed. de Sonata de primavera. Cuento de abril. La corte de los milagros, Barcelona, Plaza Janés, 1985.

50. Op. cit., pág., 225.

51. Ésta y la anterior cita, en Luces de bohemia, en la tantas veces citada duodécima escena que es una especie de acta fundacional del esperpentismo. Cito por la ed. de Alonso Zamora Vicente, Madrid, Espasa Calpe, 1990, 24ª ed., pág. 168.

52. Zamora Vicente, en el prólogo a su ed. citada, pág. 15.

53. La distinción o identificación entre Modernismo y 98 es un tema de lo más discutido por la crítica y que presenta las tesis más diversas y heterogéneas. Algunos autores trazan una distinción clara, como Guillermo Díaz-Plaja en Modernismo frente a 98, Madrid, Espasa Calpe, 1979; Pedro Salinas, en sus artículos «El concepto de generación aplicado a la del 98» y «El problema del Modernismo en España o un conflicto entre dos espíritus», en op. cit.; Herbert Ramsden: The Spanish generation of 1898. Towards a reinterpretation, Universdad de Manchester, 1975; Donald Shaw: La generación del 98, Madrid, Cátedra, 1978. Hay autores que ven dificultad en deslindar ambos grupos, como Federico de Onís: «Historia de la poesía modernista (1882-1932)», en España en América, Universidad de Puerto Rico, 1955, págs. 186-280. Otros rechazan el concepto mismo de 98, como Ricardo Gullón, que lo considera un invento nocivo y distorsionador para la comprensión de nuestra literatura; véase «La invención del 98», en La invención del 98 y otros ensayos, Madrid, Gredos, 1969, págs. 7-18. Juan Ramón Jiménez en su clásico El Modernismo. Notas en torno a un curso, 1953, México, Aguilar, 1962, ve el modernismo como un amplio movimiento espiritual, que trasciende lo literario y dentro del cual el 98 es un grupo más.

54. Así Díaz-Plaja en op.cit., siguiendo de cerca las ideas de Salinas. Antonio Risco, en cambio, piensa que «Valle no llega nunca a asimilar verdaderamente los numerosos elementos procedentes del modernismo de que se sirve» (La estética de Valle-Inclán, Madrid, Gredos, 1979, pág. 37). Una idea equilibrada y matizada a este respecto es la de Pedro Aullón de Haro, aplicada a la lírica, pero extensible a toda su obra: «La obra lírica de Vallé-Inclán en su conjunto revela, pese a estar enraizada en el Modernismo, una realidad estética deliberadamente ‘confusa’, afincada a veces en una perspectiva posible del tema noventayochista de España» (La poesía en el siglo XX. Hasta 1939, Madrid, Taurus, 1989, pág. 90).

55. Ven una actitud antimilitarista Rodolfo Cardona y Anthony Zahareas en Visión del esperpento. Teoría y práctica de los esperpentos en Valle-Inclán, Madrid, 1987, págs. 187-188. Citan al mismo autor: «Voy a publicar el próximo mes de marzo Martes de Carnaval, que es una obra contra las dictaduras y el militarismo» (pág. 187). También J. M. Lavaud: «Con M de marioneta y M de militar. En torno a Los cuernos de don Friolera», en Homenaje a José Antonio Maravall, Madrid, 1985, II, págs. 427-441.

56. En «Sentido y forma de Martes de carnaval, en Ramón del Valle-Inclán: An apraisal of his Life and Works, ed. Anthony Zahareas, Nueva Cork, 1968, págs. 686-694.

57. «Estrangulación», pág. 134.

58. En Luces de bohemia, ed. cit., pág. 169.

59. «Es cierto -escribe Salinas- que nos entrega al mundo y a los hombres sistemáticamente deformados […] pero ya nos decía el autor que este trabajo de deformación ha de ir ajustado a una matemática perfecta […] un orden aplicado sobre el desorden. Locura, mas con normas» (loc. cit., págs. 99).

El Pasajero, otoño de 2004

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