El divino carnaval


Ernesto Pérez Zúñiga

(UNIR)
                                                                                                                                          
Este artículo forma parte del libro La máscara maravillosa: el misterio de Valle-Inclán, de próxima aparición en Galaxia Gutenberg

«Se manifestaba con furia y exigía actos monstruosos e irreverentes con el orden humano», escribe Otto [2017: 88] sobre Dioniso, el dios del exceso. «Y la fuerza interior de este ser dúplice es tan poderosa que aparece entre los hombres como una tormenta y los conmociona, venciendo su resistencia con el azote de la locura. Todo lo usual y lo ordenado debe ser reventado. La existencia se convierte repentinamente en deliriodelirio de placer, pero no menos de terror». Y concluye: «El mundo familiar en el que los hombres se habían instalado, seguros y cómodos, ya no está ahí. El alboroto de la llegada dionisiaca lo ha barrido. Todo se ha transformado. (). Surge el mundo ancestral, las honduras del Ser se han abierto, las formas primigenias de todo lo creativo y destructor con sus infinitos dones y sus terrores infinitos se alzan trastocando la inocua imagen del mundo familiar perfectamente ordenado» [Otto, 2017: 90, 107].

La irreverencia, lo inusual, el desorden de los valores, los excesos de una vida que se convierte en muerte, son elementos que irán configurando los esperpentos de Valle-Inclán a partir de 1917. El desorden social y vital, la celebración de una crueldad que conduce a la tragedia penetran Divinas palabras (1919) y Luces de bohemia (1920), con sus poetas modernistas que trastocan la noche bajo la guía infausta de un Max Estrella que acaba en la cárcel por desacato a la autoridad, por poner, en realidad, toda la sociedad cabeza abajo, como sucedía en la Antigüedad en las fiestas de carácter carnavalesco, cuando Dioniso entraba en la ciudad 1. El desorden ético de una sociedad infausta de peleles se puede contemplar, a partir de entonces, en la obra de Valle-Inclán, hasta llegar al terror guiñolesco de una sociedad en guerra: la tierra caliente de Tirano Banderas (1926) o la tierra de Isabel II en el caso de El Ruedo Ibérico (1927-1932); un desorden que también se puede entender dentro de una poética carnavalesca.

Por eso hay que encuadrar la obra de Valle-Inclán, al menos parcialmente, en el impulso carnavalesco que Bajtín atribuyó a Rabelais en su famoso estudio sobre La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, con la decidida inversión del mundo oficial que supone: «el carnaval celebraba la liberación temporal de la verdad prevaleciente y el orden establecido; marcaba la suspensión de todos los rangos jerárquicos, privilegios, normas y prohibiciones» [Bajtin 1987, 11].

También es ilustrativo poner la obra de Valle-Inclán en el espejo de las fiestas de Dionisio que describe Mircea Eliade 2 con mascaradas, hombres disfrazados de animales, y procesiones presididas por un gran falo, o faloforia, acompañadas de canciones, en un ambiente festivo y desordenado similar al que describirá Valle-Inclán en sus Divinas palabras. Esta obra se podría asociar a las fiestas dionisíacas rurales que acontecían en diciembre, fiestas de aldeanos, y Luces de bohemia a las Antesterias, que tenían lugar en la ciudad, durante febrero y marzo, es decir en el mismo periodo en que hoy se celebra el carnaval.

Propio del carnaval, dice Bajtín, es el realismo grotesco, «el rebajamiento de todo lo que es alto, espiritual, ideal, abstracto; es una transferencia al nivel material, a la esfera de la tierra y el cuerpo en su unidad indisoluble» [Bajtin 1987, 20].

Mucho de esto hay en la obra de Valle-Inclán, llena de elementos carnavalescos comenzando por la presencia de personajes que invierten el orden constantemente: Bradomín, desde luego, y Juan Manuel Montenegro, el lujurioso y demoniaco Fuso Negro de las Comedias Bárbaras, o el Don Latino de Híspalis, lazarillo disparatado de Max Estrella por la noche madrileña. A ellos se pueden añadir el Séptimo Miau de Divinas palabras, el Arlequín de La marquesa Rosalinda, o el Bululú de Los cuernos de don Friolera. De estos últimos es propio un lenguaje lleno de elementos coloquiales, ironías, bromas y blasfemias, un lenguaje de carnaval. Todos ellos forman parte de un carro dionisiaco degradado
que propone la inversión de los órdenes establecidos.

Se puede recordar a propósito lo que Vernant y Vidal-Naquet escriben sobre las ménades y los sátiros de las fiestas dionisíacas -humanos disfrazados con máscaras-: «Sus brincos y saltos expresan plásticamente otro aspecto del dionisisimo, el delirio desenfadado y liberador, que se ampara de quien no rechaza al dios, de quien acepta, con él, poner en dudas las categorías, suprimir las fronteras que separan al animal del hombre, al hombre de los dioses, olvidar los cometidos sociales, los sexos y las edades, bailar sin miedo al ridículo como bailan los dos viejos canosos de las Bacantes, Tiresias y Cadmo» [Vernant Vidal-Naquet 1989, 44].

Los personajes esperpénticos de Valle-Inclán se convierten en sátiros enmascarados, como Simeón Julepe, de La rosa de papel (1924), capaz de meterse en el ataúd de su amada muerta para «pedirte amor (…) mientras entre las llamas, abrazado al cadáver, grita frenético» [
Valle-Inclán, Retablo, 1992: 102]
3.

El esperpento une los elementos dionisiacos de la tragedia y de la comedia, la muerte, el sacrificio, la risa, el sexo y el desorden carnavalesco, tal como Kerényi explicaba: «El reino de Dioniso comprende toda la provincia de lo cómico y, por tanto, la otra cara del orgullo fálico, la excitación de la risa» [Kerényi, 2011: 200].
 

Valle-Inclán, en La lámpara maravillosa, es capaz de escuchar esta risa dionisiaca donde se funden la vida y la muerte, la verdad y la mentira. Y en el esperpento esa risa se deforma por exceso. Es una «risa tremolante», que también sucede en la altura, como en la escena octava de la «Jornada segunda» de Divinas palabras, cuando el Trasgo Cabrío se dispone a asaltar a la protagonista, Mari-Gaila, mientras ella arrastra el carro del enano muerto al que debía cuidar: «suena la risa tremolante del Trasgo Cabrío. Está sentado sobre un peñasco, con la barba greñuda, estremecida por una ráfaga de viento» [Valle Inclán, 1990: 114].
 

Divinas palabras quizá expresa como ninguna otra obra de Valle-Inclán la fusión erótica de los elementos dionisiacos y carnavalescos, que se irán diseminando por toda la creación esperpéntica en la década siguiente.

Tres años después de La lámpara maravillosa, Valle-Inclán publica esta obra asociada por la crítica
4 a la teoría del «milagro musical» y considerada también un peldaño definitivo hacia el esperpento. Aquí interesa, sobre todo, porque el pequeño Dioniso que toca la flauta panida en la Lámpara se expresa de manera evidente en varios personajes y situaciones carnavalescas.

En primer lugar, en el «farandulero» Séptimo Miau, a quien acompaña el fálico instrumento en el instante en que se encuentra con la protagonista Mari-Gaila, a la que se dispone a seducir: «El Compadre Miau levanta su tabanque a la puerta del mesón, y tañe la flauta haciendo bailar a Coimbra». Este pequeño Dioniso también lleva su cortejo de animales que leen el futuro: Coimbra, un perro, y un «pájaro mago» que transporta en una jaula sobre la espalda. Mari-Gaila, la mujer del sacristán, es una bacante seducida y presta a seducir: «buscando que la mire el farandul, canta una copla en el ritmo habanero que mueve la flauta del compadre» [Valle-Inclán, 1990: 88].

Es el ritmo de la flauta panida el que opera en el momento del encuentro entre ella y Miau, ritmo que desencadenará el desenlace de la obra. Entonces, Mari-Gaila será conducida por una multitud que la acusa de adulterio hasta su esposo, el sacristán, desnuda y triunfal sobre un carro dionisiaco.
 

El argumento de Divinas palabras, en el que la sensual Mari-Gaila arrastra de feria en feria un carro con un niño hidrocefálico, a quien exhibe desnudo a cambio de un puñado de monedas y a quien abandona -hasta su muerte por sobredosis de alcohol- a cambio de su adulterio con Séptimo Miau, recuerda la descripción que hace Kerényi de la relación de Dioniso con las mujeres: «La relación de las mujeres con este ser se clarifica por el castigo, la forma exacerbada y maligna del acto cultural que las pecadoras se negaban a realizar por el dios: desgarraban al hijo de una de ellas, encomendado al cuidado de ambas. Su víctima era tan próxima a ellas como lo era el niño a la nodriza. Lo que ocurría era, por su sentido e intención, contrario a la moral y a la ley» [Kerényi, 2011: 137].

En efecto, «el idiota» está al cuidado de Mari-Gaila, y es sacrificado a cambio de complacer los designios sensuales del dios. «El farandul muerde la boca de la mujer, que se recoge suspirando, fallecida y feliz», escribe Valle-Inclán [1990:101], lo que concuerda con las tesis de Kerényi: «La rigidez de la naturaleza y el frenesí de las mujeres dionisiacas -un frenesí que manifiesta una energía casi ilimitada- se encuentran y complementan mutuamente. Allí donde rige Dioniso, la vida se demuestra ilimitada e irreductible. (…) Plutarco también menciona la aischrologia, el lenguaje obsceno en medio de los asuntos sagrados, los gritos y la cabeza echados hacia atrás» [Kerényi, 2011: 158]. Es lo que expresa Valle-Inclán a continuación de esa acotación donde el farandul ha mordido la boca de Mari-Gaila y, donde a propósito de la sangre y de la entrega, se apuntan alusiones crísticas mezcladas con la lujuria:

SÉPTIMO MIAU. - ¡Bebí tu sangre!

MARI-GAILA. -A ti me entrego.

SÉPTIMO MIAU. - ¿Sabes quién soy?

MARI-GAILA. -Eres mi negro.


Esas alusiones crísticas -la entrega a través de una sangre que se bebe, y la identidad verdadera detrás de la aparente- es coherente también con la correspondencia entre Dioniso y Cristo que ya se ha visto en capítulos anteriores, y con el frenesí dionisiaco.

Mari-Gaila, con desparpajo, gana dinero enseñando «las vergüenzas del engendro». Ella misma lo justifica: «¡Y si supieseis qué completo es de sus partes!», una referencia a la sexualidad monstruosa que también es propia de Dioniso, y que en Divinas palabras se expresa además en la irrupción del Trasgo Cabrío quien, en la noche en la que ha muerto «el idiota», y cuando Mari-Gaila lo arrastra de vuelta a casa, la asalta en el camino, para violarla, alterando con sus poderes mágicos incluso la percepción temporal y espacial de la mujer, que es transportada por los aires junto con su pesada carga a cambio de entregarse a la aparición:

MARI-GAILA. - ¡Ay, que desvanezco! Temo caer.

EL CABRÍO. -Cíñeme las piernas.

MARI-GAILA. - ¡Qué peludo eres!»

[Valle-Inclán, 1990: 101, 81, 67, 117].

Pan, la figura del macho cabrío, se ha convertido en monstruo de aquelarre y subvierte el orden completo de la vida, no solo el orden humano, sino el de esa percepción cronológica que Valle-Inclán cuestiona constantemente en La lámpara maravillosa.

La exégesis dionisiaca desvela buena parte de las claves de Divinas palabras, donde la crítica ha resaltado hasta ahora, sobre todo, la embriaguez de sus personajes.

En efecto, el vino está presente en las juergas y cantos de Mari-Gaila en las ferias, en sus encuentros con otros personajes como el Ciego de Gondar y con Miguelín el Padronés, uno de los personajes secundarios de la obra pero de gran importancia, pues será él el que matará al «idiota» a fuerza de darle de beber, mientras Mari-Gaila está ausente. El idiota, especie de monstruoso niño Dioniso, morirá de una embriaguez a la que la propia Mari-Gaila le había acostumbrado en sus recorridos de feria en feria. Recordaba Kerényi: «las mujeres en Atenas eran las señoras del vino» [Kerényi, 2001: 119], y que en las Antesterias se daba de beber a los niños.

También recuerda este autor la pervivencia de los cultos dionisiacos hasta el 691 DC., cuando el concilio de Constantinopla prohibió a los pisadores de uva gritar el nombre de Dioniso, en su labor, para sustituirlo por un piadoso Kyrie eleison. «Por aquellas fechas los pisadores aún llevaban máscaras: eran, a buen seguro, las máscaras de sátiros y silenos». Quizá aquellos cultos acontecían en un paisaje parecido al que describe Valle-Inclán en Divinas palabras, donde «los sulfatos de las viñas emponzoñan las aguas y producen muertes».

Los sátiros y silenos, cuya risa se escucha en La lámpara maravillosa, han legado sus máscaras a la tropa aldeana que, como en las fiestas campesinas de Dioniso, acompaña el carro de Mari-Gaila después de haber sido atrapada infraganti en su coyunda con Séptimo Miau.

Es interesante esta confluencia de carros dionisiacos que se produce en Divinas palabras: el pequeño carro en el que es transportado el pequeño y monstruoso Dioniso, como en las Antesterias entraba en un carro con forma de barco; y el «carro del triunfo venusto» en el que Mari-Gaila es devuelta a su marido el sacristán. Es una bacante rodeada de hombres que ríen y se mofan de ella, y en cuyos rostros se puede imaginar las máscaras de sátiros y silenos que Valle-Inclán no describe. Sin embargo, estos hombres obligan a Mari-Gaila a hacer algo también muy dionisiaco, como Valle-Inclán disfrutaba al contemplar los movimientos de Tórtola Valencia: bailar antes y después de subir al carro: «¡Vas a lucir el cuerpo!» (…). ¡Que baile en su trono!», exclama Quintín Pintado uno de los aldeanos. Y Mari-Gaila, como corresponde a una bacante de Dioniso: «Rítmica y antigua, adusta y resuelta, levanta su blanca desnudez ante el río cubierto de oros». Así llegan hasta el sacristán los «ritmos de la agreste faunalia»: «El carro de la faunalia rueda por el camino, en torno salta la encendida guirnalda de mozos, y en lo alto, toda blanca y desnuda, quiere cubrirse con la yerba Mari-Gaila. El sacristán, negro y largo, sale al tejado, quebrando las tejas» [Valle-Inclán, 1990: 64, 155, 152, 153, 153-154].

En esta confrontación entre el sacristán cornudo y Mari-Gaila parecen regresar los opuestos espirituales, cristianismo y panteísmo, que Valle-Inclán ha descrito en La lámpara maravillosa, y que entonces reconcilió en la figura de San Francisco de Asís.

En esta escena el perdón del sacristán debe enfrentarse a la faunalia que rodea el carro degradado, coronado por una bacante, su mujer, responsable de la muerte del niño Dioniso, un tonto deforme, que reinaba, lleno de inocencia, en un carro menor. La faunalia acaba espantada por el poder de las «divinas palabras» que proclama el sacristán - «qui sinne peccato est vestrum, primus in illam lapidem mittat»-, gracias al poder de un milagro musical ya teorizado en La lámpara maravillosa y que en Divinas palabras se expresa así: «¡Milagro del latín! Una emoción religiosa y litúrgica conmueve las conciencias y cambia el sangriento resplandor de los rostros» [Valle-Inclán, 1990: 156] 5.

Es entonces cuando Mari-Gaila, la gran bacante de la obra, consigue entrar en la casa: «armoniosa y desnuda, pisando descalza sobre las piedras sepulcrales, percibe el ritmo de la vida bajo un velo de lágrima. Al penetrar en la sombra del pórtico, la enorme cabeza de El Idiota, coronada de camelias, se le aparece como una cabeza de ángel».

Estos cerdos se comportan como una suerte de bacantes animalescas que son capaces de desgarrar a la víctima, que simboliza el sacrificio del niño dios, el divino Dioniso, despedazado tanto por los animales como por aquellos seres carnavalescos que han perdido ese centro de amor y de quietud, que reivindicaba Valle-Inclán en La lámpara maravillosa.

En Divinas palabras lo ha entregado a los cerdos. Y, a partir de los esperpentos, sus pedazos aparecerán siempre «sistemáticamente» deformados.



© Ernesto Pérez Zúñiga
mayo 2025




BIBLIOGRAFÍA

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DARAKI, María [2005): Dionisio y la diosa Tierra, Abada, Madrid.


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[1990]: Divinas palabras. Edición de Leda Schiavo. Biblioteca Valle-Inclán. Barcelona, Círculo de lectores.


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__________ [1991]: Retablo del amor, la lujuria y la muerte. Edición de Jesús Rubio Jiménez. Biblioteca Valle-Inclán, Barcelona, Círculo de Lectores,


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VERNANT, Jean Pierre / VIDAL-NAQUET, Pierre [1989]: Mito y tragedia en la Gracia Antigua. II., Madrid, Taurus.

 

NOTAS


1  Cf. Otto (2017: 112-115) y, especialmente, Daraki (2005: 99–11). «La más tradicional de las fiestas de Atenas, la «fiesta de las flores» (Antesterias), culmina en la unión sagrada, celebrada cada año, de Dioniso y la reinade Atenas» (Daraki 2005, 99). Mircea Eliade en su Historia de las creencias e ideas religiosas hace una descripción e interpretación pormenorizada desde la llegada del dios en barco hasta sus «desposorios» con la «reina» de la ciudad, en un ambiente festivo donde el vino en las calles era protagonista (Cf. Eliade, 1999 I: 458-460). En cuanto a Luces de bohemia, viid. la introducción de Zamora Vicente (1991: 33) a Luces de bohemia: «Luces de bohemia nos obsequia, pues, con una visión total de la sociedad española contemporánea de Valle-Inclán. Y esa sociedad se nos muestra en escandalosa ruina, camino de la ceniza total».

2. Cf. Eliade (1999 I: 457-458). Más adelante (463) escribe: «El éxtasis dionisiaco representa ante todo la superación de la condición humana, el descubrimiento de la liberación total, la obtención de una libertad y de una espontaneidad inaccesible a los hombres. Que en entre estas libertades figura también la liberación en torno a las prohibiciones, las regulaciones y los convencionalismos de orden ético y social, parece cierto, y ello explicaría en parte la adhesión masiva de las mujeres».

3. En la introducción a este libro, Jesús Rubio Jiménez [1992: 39-40] relaciona este final de La rosa de papel con el pensamiento que Valle-Inclán expresa en La lámpara maravillosa acerca de la huella que los pecados han dejado en su rostro carnavaleros y espiritual: «Soberbia, Lujuria Vanidad, Envidia» [Valle-Inclán, 1916: 200].

4. González Gil [2015, 237-238]: «Divinas palabras. Tragicomedia de aldea, en la que los críticos advierten ya una postura distanciadora pese a no ser considerada como esperpéntica (Ríos Sánchez 2001: 182). Sin embargo, su tema conectaba con una de las principales ideas de LLM: el poder sugestivo de las palabras litúrgicas latinas, que actúa musicalmente, no discursivamente, sobre las conciencias de los hombres. Las divinas palabras del evangelio pronunciadas al final de la obra salvan a Mari-Gaila de la troupe faunesca que la exhibe desnuda en castigo por su adulterio. El argumento de la obra encarna la dialéctica entre lo eclesial (Pedro Gailo, codicioso y pecador, sometido a las pasiones) y lo demoníaco (Séptimo Miau), una de las obsesiones recurrentes en el periodo anterior. Sin embargo, la omnipresencia de lo grotesco y la baja extracción social de los personajes en torno a los que gira la historia anticipa ya un alejamiento, aunque no una ruptura total, respecto de sus anteriores planteamientos estéticos». Leda Schiavo, en su edición de Divinas Palabras [1990: 27-29], ya relaciona el poder de las palabras con el milagro musical expuesto en La lámpara maravillosa, al que define como «curioso tratado de mística y de estética donde expone líricamente sus ideas».

5. El capítulo II de «El Milagro musical» comienza con un ejemplo similar: «San Bernardo predicando en vieja lengua de oil, por tierras extrañas donde no podía ser entendido, levantó un ejército para la Cruzada de Jerusalén» [Valle-Inclán, 1916: 66].   

                                                                                                                                                                                                 El Pasajero, núm. 33, 2025..