En la patria del cacique: Valle-Inclán en Huesca

Mª Carme Alerm Viloca
(T.I.V.-U.A.B.)

                                                                                                                                           

Al alimón con Julio Antonio: un «recuerdo» de Sebastián Miranda
Sin duda, la emergencia de nuevas fuentes documentales en los últimos años ha impulsado notablemente la investigación sobre la vida y la personalidad de Valle-Inclán. Atrás va quedando esa legendaria imagen de «extravagante ciudadano», nacida de su tendencia a la autoficción y alimentada por el aluvión de anécdotas que con excesiva ligereza se le atribuyeron. Fueron muchas las que agavillaron sus primeros biógrafos e, incluso, como Gómez de la Serna, superando al propio Valle en fantasía e imaginación [Alberca: 17; Joaquín del Valle-Inclán: 11-13]. Con todo, tanto al creador de la greguería como a Melchor Fernández Almagro [1966; 1ª ed. 1943] y a Francisco Madrid [1943] se les quedaron en el tintero algunas otras, entre las cuales destacan las anécdotas testimoniales que en años posteriores relataron con voz propia varios amigos y conocidos del escritor gallego y que después se han ido incorporando, con mayor o menor rigor, en los estudios sobre su vida y obra.

En este sentido, basta echar un vistazo a la sección «Valle a través de» de esta misma revista para comprobar que no solo en las biografías y semblanzas sobre Valle-Inclán, sino también en las memorias de algunos de sus coetáneos afloran vivencias o anécdotas de innegable interés para los investigadores, por cuanto permiten confrontar datos procedentes de testimonios directos con los obtenidos a través de otras fuentes o bien iluminar aspectos aún poco conocidos de la vida del escritor. Sin embargo, a la hora de manejar el contenido de este tipo de textos, en ocasiones no se ha analizado convenientemente su auténtico grado de veracidad, hasta el punto de que puede hallarse una simple paráfrasis de la anécdota en cuestión entre las páginas de un solvente estudio biográfico. Tal es el caso de un singular episodio evocado en las memorias del artista asturiano Sebastián Miranda (1885-1975), compañero de tertulias, banquetes y novilladas e igualmente aficionado a las corridas de Juan Belmonte (1892-1962)1.

Muchos años habían transcurrido desde aquel entonces cuando en 1962 el ya provecto escultor empezó a publicar en el diario ABC una serie de artículos autobiográficos que reuniría después en el volumen Recuerdos y añoranzas (1972), al que seguiría Mi segundo libro de recuerdos y añoranzas (1975). Con ánimo de solazar al lector, recordaba Miranda diversos lances de su vida y a los variopintos personajes que conoció incidiendo a menudo en la nota cómica o pintoresca, por lo que no siempre cabe esperar en sus memorias, concebidas más bien a modo de instantáneas, la precisión y la exactitud propias de una crónica.
Un ejemplo de ello es «Al alimón con el escultor Julio Antonio», donde el autor contaba entre bromas y veras una experiencia vivida en su juventud junto al escultor catalán Julio Antonio (1889-1919) y que habría de concluir con una jocosa intervención de su buen amigo Valle-Inclán2. Miranda vinculaba este episodio, que situaba «a comienzos de 1914», a su «íntima amistad» [Miranda, 1972: 41] con Belmonte3, de cuya relación con Valle daba noticia en «Recuerdos de un único superviviente». En él refería, entre otras anécdotas, cómo el escritor, entusiasmado por las audacias del diestro sevillano, le espetó la célebre frase, también recordada por este años después: «¡Juanito, Juanito, estás en plena gloria, ya no te falta más que morir en la plaza!», a lo que respondió el torero: «Se hará lo que se pueda, don Ramón» [Miranda, 1972: 283]. El escultor aportaba así un testimonio más de la admiración y amistad que suscitó Belmonte tanto en Valle-Inclán como en otros artistas e intelectuales desde su debut en Madrid en marzo de 1913, lo que le valió una cena de homenaje en un restaurante del Retiro el 28 de junio del mismo año [A. de Juan, 2010: 118-121]. A este evento dedicaba el artista unas sabrosas páginas, en las que reverbera, acaso con tintes deliberadamente hiperbólicos, el genio atrabiliario de Valle-Inclán4.
Meramente circunstancial es la aparición de Belmonte en «Al alimón con el escultor Julio Antonio», pues el centro de atención reside en las peripecias que sufrieron los dos artistas cuando, con la esperanza de solventar sus apuros económicos, aceptaron una propuesta de trabajo por mediación de un pintoresco admirador del torero: un tal «don Venancio Cabal, oriundo de un pueblo de la provincia de Cáceres o Badajoz», que un buen día se presentó en el estudio de Miranda. Nada bueno hace presagiar la animalizada estampa con que describe al personaje:
Era alto, fuerte, algo cheposo, rostro color rojizo de langosta cocida y con ojos negros y brillantes semejantes a este rico crustáceo, pero siempre en movimiento de rotación, como si estuviera escamado. [Miranda, 1972:41]
Cuenta Miranda que, en nombre de una comisión local creada a tal efecto, don Venancio le encargó un monumento en memoria de su difunto protector, un «cacique muñidor de elecciones» [Miranda, 1972: 41]. Gracias a la colaboración de Julio Antonio, gran amigo del escultor asturiano, el proyecto se llevó a cabo, aun cuando el proceso de realización no fue precisamente un camino de rosas5. Por lo pronto, la comisión manifestó una «repulsa unánime» a los dos primeros bocetos, diseñados por Julio Antonio, al considerarlos «poco alusivos». Ante la desesperación de su amigo, Miranda decidió hacer él «una verdadera birria, muy alusiva», que, tal como preveía, esta vez fue acogida «con verdadero entusiasmo». Acto seguido firmaron un contrato, y tras hacer el boceto «a un tercio del natural, se encargaron en el taller de Julio de ampliarlo al tamaño definitivo» [42]6. Sin embargo, con el pretexto de su «supuesta bohemia y falta de seriedad» [44], los dos artistas recibían «con cuentagotas» el dinero necesario para ejecutar la obra y, para colmo de males,
don Venancio, hombre precavido y astuto, concertó con un peluquero llamado Toribio, que había afeitado durante veinte años al homenajeado, para que se pasase un día todas las semanas a fin de que siguiésemos su sabio consejo respecto al parecido. [Miranda, 1972: 42-43]
Tampoco escapa Toribio al cincelado grotesco de un escultor justamente famoso por su dominio de la caricatura7: «Era un hombre vulgar, mofletudo, con ojos de jabalí, bigote a lo Kaiser, de tipo adiposo» [Miranda, 1972: 43]. Pero lo más llamativo es que se trata del barbero del cacique, un cacique tachado además de «muñidor de elecciones», que es ¿casualmente? el calificativo con que Baroja [Divagaciones apasionadas, 1985: 28; 1ª ed.: 1924] −entre otros detractores− motejó al farmacéutico y político oscense Manuel Camo Nogués (1841-1911); el mismo personaje evocado con sorna en la Escena III de Luces de bohemia, cuando el tabernero Pica Lagartos, que curiosamente dice llamarse Venancio, exclama: «Mi padre era el barbero de Don Manuel Camo. ¡Una gloria nacional de Huesca!» [Luces de bohemia: 33].

También Julio Antonio mencionó la anécdota del barbero en relación a la estatua de un cacique de «un pueblo de provincias»: un encargo que se vio obligado a realizar, «junto a otro escultor», por motivos estrictamente económicos. Tal despego sintió hacia esta obra que se resistía a reconocerla como propia, por más que su firma apareciera en ella. Así lo relataba M. Nelken en un extenso artículo dedicado al escultor tarraconense tras su prematura muerte en 1919:

Una vez, a toda extremidad de recursos, no pudiendo ni costearse los modelos necesarios, aceptó, junto con otro escultor, el encargo, para un pueblo de provincias, de la estátua [sic] de un cualquiera cacique. Y presentó en efecto una estatua con levita y gesto «a lo romano», según el más ruin y más estrecho precepto académico. Para decidir si la obra estaba bien o no, el comité que la encargó mandó al barbero del cacique a juzgar el parecido. Y Julio Antonio se reía:

−¡A mí qué me importa! −decía− Son los del taller los que la han hecho, y cuanto más académica, mejor.

−Pero, −le objetaban sus amigos− esa estatua llevará su firma y más tarde le avergonzará a V.

−¿A mí? −respondía él orgullosamente− Eso no, yo no me he manchado las manos con eso.

−Pero los demás no lo sabrán.
−Pero yo sí lo sé, y los que sean tan brutos que crean que yo he hecho eso, peor para ellos: eso y esto (mostrando el «Wagner») no se pueden hacer juntos [Nelken: 418
]
8.

Omitió Julio Antonio (o M. Nelken) las secuencias posteriores de la historia, narradas en la versión de Miranda con extraordinaria viveza y humor: cómo lograron librarse del acoso del barbero, al que le dieron cincuenta duros −los honorarios que percibía de la comisión por diez visitas−, asegurándole además que «una persona adinerada» [Miranda, 1972: 43] le compraría una parte de la coleta de Belmonte, que él conservaba como una reliquia; la divertida escena en que, ante la imposibilidad de sufragar los gastos de la fundición de la estatua en bronce y del pedestal que la sustentaría, Miranda se presentó en casa de don Venancio para exigirle el «cumplimiento del contrato», pero «el gran animal» lo despachó a tiro limpio persiguiéndole por las escaleras [44-45]; las «convulsiones de risa» de Belmonte, que lo esperaba en el coche, al enterarse del rocambolesco incidente [46]. Y, sobre todo, la aparición final de Valle-Inclán que, «como hombre bueno», acompañó a los dos artistas cuando estos, tras recibir una carta de la comisión, acudieron al pueblo del cacique «para inaugurar el monumento y liquidar el último plazo». Sentados como «tres reos» en un banco del Ayuntamiento, hubieron de oír cómo «un señor imponente» elogiaba el jardincito y la verja que la comisión había encargado por su cuenta «para realzar la belleza del monumento y cuyos gastos creían, en justicia, deducir de nuestros honorarios». Al aducir Miranda que esta cláusula no figuraba en el contrato, la respuesta de la comisión fue tajante y la de Valle, también:
−No tienen ustedes más que dos caminos, la paz o la guerra, elijan.

Don Ramón, con su espíritu belicoso, dijo por lo bajo:

−La guerra; no lo duden ustedes [46].
Sin embargo, conscientes de que apenas podían costearse los billetes del tren de vuelta si no transigían, no tuvieron más remedio que optar por la paz. «Don Ramón» −concluye el humillado Miranda− «nos miró compasivo, detrás de sus gafas, [y] comentó sonriendo: ¡Inocentes corderillos!» [47].

Sorprende un tanto que esta historia que, como avanzaba en líneas anteriores, se ha incluido e incluso parafraseado en las biografías de Valle-Inclán más autorizadas, no se haya investigado fehacientemente, contrastando datos y situándolos en su contexto para tratar de dilucidar qué puede haber de verdad o de fantaseo en ella, particularmente en lo relativo al viaje del escritor al pueblo del cacique9.

Por suerte, la creciente digitalización de materiales hemerográficos, especialmente del Diario de Huesca (1875-1936), y las investigaciones de la historiadora del arte María Soto Cano sobre la figura de Sebastián Miranda nos permiten ahora cotejar algunos personajes y situaciones del relato con su trasfondo real, si bien quedan aún muchas incógnitas por resolver, entre ellas la identidad del «rapador».


Un encargo: el Monumento a Manuel Camo

Hace unos años, Soto Cano daba cuenta, en un artículo revelador, de la colaboración de Sebastián Miranda y de Julio Antonio en tres proyectos para monumentos conmemorativos durante la segunda década del siglo XX [Soto Cano, 2008a]. El primero de ellos fue el Monumento a las Américas, una iniciativa promovida en 1913 por la Marquesa de Argüelles, perteneciente al colectivo indiano de Oviedo, para rendir homenaje al continente americano con un monumento que debía ser erigido en la ciudad. Sebastián Miranda, que pertenecía a una familia burguesa asturiana, se enteró del proyecto por su relación con los Marqueses de Argüelles y con otros miembros de la comisión organizadora, y decidió presentar un boceto, realizado conjuntamente con Julio Antonio, con quien a la sazón compartía estudio y taller.

Como documenta la historiadora, a finales de 1913 Julio Antonio y Miranda ya tenían muy avanzada la maqueta, que presentaron en enero de 1914, esto es, por las mismas fechas en que, según el testimonio posterior del asturiano, recibió el encargo del monumento al cacique de «Cáceres o Badajoz», del que, por cierto, no se ha hallado rastro alguno [Soto Cano, 2008a; 57, n. 20]. Precisamente en esa época Miranda tenía puestas todas sus esperanzas en el triunfo del proyecto ovetense, máxime cuando en el mes de febrero su estudio fue visitado por la infanta Isabel [Soto Cano, 2008a: 52 y n. 9]. Y no era para menos, pues a juzgar por los bocetos que se han conservado iba a tratarse de una obra maestra donde se fundían magistralmente clasicismo y modernidad: arquitectura y escultura armonizaban en un monumento colosal, compuesto por una pirámide cuadrangular con cuatro contrafuertes en las aristas, tres grandes escalones de sillares y coronada por varias figuras alegóricas, algunas de las cuales irisadas con matices de oro. Se trataba de un proyecto muy ambicioso, elogiado por artistas y escritores como Pérez de Ayala, José Francés o Fernando Gillis. Aun así, y pese a la buena acogida que le dispensó la comisión, la obra no llegó a materializarse, posiblemente debido a su desorbitado coste [Soto Cano, 2008a: 53], cifrado por el propio Miranda en un millón de pesetas [Soto Cano, 2008a: 57].

Sí se llevó a término el segundo proyecto colaborativo entre Miranda y Julio Antonio: el Monumento a Manuel Camo (Huesca), que es en realidad el trasfondo de la anécdota narrada en «Al alimón con Julio Antonio», tal como advirtió con buen tino María Soto Cano partiendo de los estudios de Mª José Calvo Salillas sobre la arquitectura oscense contemporánea y de varias noticias espigadas en el Heraldo de Aragón [Soto Cano, 2008a: 57-59]. Hora es ya de ahondar, pues, en los personajes y circunstancias que alteró Miranda y de plantearse qué motivos le indujeron a ello.

Según Calvo Salillas, el encargo tuvo lugar en enero de 1913 [Calvo Salillas, 1990:110], pero es a partir del 18 de marzo de 1915 cuando aparece la noticia en la prensa, si bien en aquellas fechas la autoría se atribuye únicamente a Sebastián Miranda. Como era de esperar, es el Diario de Huesca, fundado por Manuel Camo, el que más se congratula con la buena nueva:

La Comisión encargada de la elección del proyecto de monumento á nuestro inolvidable don Manuel Camo, ha elegido el del notable escultor residente en Madrid, don Sebastián Miranda, que entre los grandes triunfos de su brillante carrera tiene la construcción del grandioso monumento del Museo en Oviedo, y de cuyo celebradísimo proyecto se ocupó toda la Prensa madrileña con unánime aplauso.

Haciendo honor á sus preclaros hijos, Huesca tendrá en breve un monumento que honrará la memoria de varón tan insigne y en el mismo año que se inauguren las obras de los Riegos, de los cuales fue el mayor entusiasta.

Haciendo suyo el proyecto lo impuso al Gobierno.

Se alzará en gigantesco pedestal la figura del honorable altruista que ante el bien ajeno supo sacrificarse á sí mismo. [«La estatua de Camo», Diario de Huesca, 18-III-1915:1]10
Afirma Calvo Salillas [1990:110] que quien hizo el encargo fue Justo Martínez, el editor en Madrid del Diario de Huesca, lo que concuerda parcialmente con el comentario de Miranda respecto a don Venancio:

Era hombre ya entrado en años, cacique de no recuerdo qué personaje [sic], muñidor de elecciones, director, desde Madrid, de un periódico local; en suma, contaba con grandes influencias. [Miranda, 1972:41]

Propietario de una imprenta en la Puerta del Sol de Madrid y de otra en Huesca, ejerció don Justo las funciones de representante en Madrid de una comisión, que forzosamente ha de ser la misma a la que aludía el escultor: «Trasladamos el boceto a mi taller y avisamos a la comisión que previamente se había formado a base de lo que llaman fuerzas vivas» [Miranda, 1972: 42].

Efectivamente, a principios de enero de 1912, poco después de la muerte de Manuel Camo −acaecida el 26 de diciembre de 1911−, el Directorio Liberal que le sucedió al frente del Partido Liberal en Huesca11 promovió la creación de una «Comisión ó Junta ejecutiva» para dar cauce a una idea compartida por los amigos y admiradores del político: «la idea de perpetuar su memoria en forma tangible, con algo que exteriorice el general sentir de ahora y que en el mañana de otros tiempos» recordara al «preclaro oscense como modelo de abnegación sin tasa, de actividad prodigiosa y de sacrificios constantes por su querida patria». Parece que el propósito inicial era construir un mausoleo («un artístico y póstumo recuerdo donde se depositen los restos del gran oscense»), pero se emplazaba a una próxima reunión de la comisión para perfilar el proyecto, que más adelante hubo de trocarse por la construcción de un monumento. Lo que sí se hizo en seguida fue abrir una suscripción pública para costear la obra y dar a conocer a los miembros de dicha comisión, todos ellos destacados miembros de la vida política de la ciudad: Agustín Viñuales (presidente), Máximo Escuer (vicepresidente), José Arizón y Santos Coarasa (vocales), Juan Atarés (depositario), Juan Tello (contador) y Nicolás Lacasa (secretario) [«En memoria de Don Manuel Camo», Diario de Huesca, 7-I-1912: 1]12.

A este propósito, el 25 de enero de 1912 el Diario de Huesca iniciaba una sección titulada «Suscripción para dedicar un homenaje póstumo á Manuel Camo»[1]. En ella se fueron publicando periódicamente los suscriptores, la aportación de cada uno, la cifra de la recaudación, así como los tres responsables designados por la comisión para recibir los donativos, junto a la dirección del establecimiento que regentaban: en Huesca, Juan Atarés, «Coso bajo, depositario de la Junta Ejecutiva»; en Madrid, Justo Martínez, «Puerta del Sol, núm. 1», y en Zaragoza, «Giménez y Compañía, almacén de Coloniales, Coso, 159».

He aquí, pues, a Justo Martínez Franco13, que se había estrenado como editor del Diario de Huesca unos días antes, el 1 de enero de 1912, en sustitución de Leandro Pérez [Calvo Salillas, 2004: 137-138]. Según anunciaba el propio Martínez, aunque el centro de sus negocios estaba en Madrid, acababa de montar en la capital oscense «un establecimiento é imprenta con todo lo más moderno, y sobre todo con una voluntad extraordinaria de servir y complacer á mis paisanos» [«A mis queridos paisanos», Diario de Huesca, 1-I-1912:1]. A finales de ese mismo mes, al dar noticia de la reciente inauguración de la librería, desde las páginas del Diario se ponderaban sus virtudes en tanto aragonés «prototipo de nuestra raza» (franqueza, bondad, tesón en el trabajo), que le habrían permitido «labrarse paso á paso una posición sólida y un nombre de reputación y crédito muy bien cimentados» [«Nueva imprenta y librería», Diario de Huesca, 27-I-1912: 1].

Teniendo en cuenta que desde hacía años su librería madrileña se había convertido en «un segundo centro aragonés» y, sobre todo, sus contactos con miembros del Partido Liberal del Alto Aragón −y, por ende, con los sucesores de Camo−, no es de extrañar que se le confiara la representación de la comisión en la capital14.
A finales de 1912, tras varios meses de tramitación parlamentaria, Alfonso XIII firmaba la orden de concesión del bronce necesario para erigir el monumento a Camo [Diario Oficial del Ministerio de la Guerra, 31-XII-1912: 852]15. El 21 de noviembre del año siguiente el Diario de Huesca anunciaba que el plazo para entregar los donativos de la suscripción se cerraría definitivamente el día 30 de ese mes y «para poder publicar lo antes posible el resultado de la misma, cuantos deseen contribuir á ella, pueden hacerlo, cogiendo el correspondiente recibo, en la casa del señor depositario don Juan Atarés» [«Suscripción para dedicar un homenaje póstumo á Don Manuel Camo» [Diario de Huesca, 21-XI-1913: 1]. El 10 de diciembre apareció por última vez en el periódico el listado de la recaudación, que ascendía entonces a 24.776 pesetas [«Suscripción para dedicar un homenaje póstumo á Don Manuel Camo», Diario de Huesca, 10-XII-1913: 1]. Según Calvo Salillas [1990: 110], el balance final fue de 28.348 pesetas, una diferencia considerable que induce a pensar que seguirían llegando donativos aunque no se publicaran ya en el periódico16.

Quizá en 1914, con buena parte del capital recaudado, se pensó ya en el artista que había de ejecutar la obra, lo que coincidiría con la visita del supuesto don Venancio Cabal al estudio de Sebastián Miranda17. En cualquier caso, como el encargo no se difundió en la prensa hasta mediados de marzo de 1915, seguramente debió de ser entonces cuando se formalizó el contrato.

Bien pudiera ser, como afirma Miranda, que don Venancio Cabal/JustoMartínez le encargara «todo este tinglado» «creyendo que podría halagar a Juan [Belmonte]» [Miranda, 1972: 41], pues de Justo Martínez se llegó a decir que «aun siendo un buen liberal, era más taurófilo que liberal» [«Añoranzas oscenses. Justo Martínez», Diario de Huesca: 13-VIII-1930:1]. De hecho, su librería de la Puerta del Sol «era punto de encuentro de grandes figuras del toreo e incluso allí aquellos contrataban sus cuadrillas de subalternos en vísperas de temporada» [Baso: 48-49]. Pero, por encima de todo, era un devoto de Belmonte, quien, al parecer, apadrinó a una hija suya [Baso:49]18.

No hay mención alguna de Martínez en la célebre biografía novelada de Belmonte escrita por Manuel Chaves Nogales, pero su nombre aparece en las crónicas taurinas de la época como un amigo o íntimo amigo que solía acompañar a El Pasmo de Triana en las corridas [Villa, 1928: 198]. Incluso, en una entrevista celebrada en Granada en 1919, afirmaba el diestro que se honraba con la amistad de «artistas, literatos y políticos esclarecidos», entre los cuales nombraba, junto a Valle-Inclán, Pérez de Ayala o Sebastián Miranda, a Justo Martínez [López, «No todo ha de ser política. Hablando con Belmonte», El Defensor de Granada, 20-VI-1919:1].

En 1930, diez años después de su muerte, el Diario de Huesca publicaba un artículo donde se elogiaba el empeño de Martínez por conseguir que el «gran Belmonte» toreara en Huesca durante las fiestas de San Lorenzo. Rememoraba el periodista la «vida ajetreada e intensa de don Justo por aquellos días», cuando a las lucidas corridas que pagaba de su bolsillo acudían personajes como «Luis de Tapia, el poeta festivo» o «Julio Antonio, el escultor», que se contaban entre sus «amistades» [Alas, Diario de Huesca, 13-I-1930:1].

Ignoramos qué relación pudo tener Martínez con Julio Antonio más allá de la común admiración por Belmonte, pero nos consta que a Luis de Tapia lo invitó, junto al torero y a otros amigos, a una cacería en Lupiñén, pueblo natal del anfitrión, en noviembre de 1914. A ello dedicó un reportaje la revista Gran Vida, ilustrándolo con varias fotografías de los participantes [Castro Les, «Cacerías en el Alto Aragón», Gran Vida, noviembre de 1914: 323-325]. Y no fue la única cacería que compartieron don Justo y el diestro sevillano, pues en enero de 1917 la revista Toros y toreros publicó una imagen de ambos portando sendas escopetas [«Juan Belmonte en el invierno», Toros y toreros, 2-I-1917:1].

Parece bastante inverosímil que Justo Martínez Franco persiguiera a tiros al infortunado Miranda como si estuviera cazando liebres y perdices en su finca de Lupiñén; pero son varios los indicios que apuntan a que es él el personaje que se oculta bajo el nombre −seguramente ficticio− de don Venancio Cabal.
Dada la fama de la librería Martínez en Madrid y la extremada taurofilia de su propietario, es probable que Valle-Inclán lo conociera en persona, aunque por el momento nada sabemos al respecto. Con todo, algo tuvieron que ver las gestiones de don Justo como representante de la comisión del Monumento a Camo con el viaje a Huesca que emprendió Valle, con Ramón Pérez de Ayala y Sebastián Miranda, dos meses después de que se difundiera públicamente el encargo.


Valle-Inclán en Huesca (1915): algunas noticias

En efecto, el 28 de mayo de 1915 aparecía en La Correspondencia de España el siguiente despacho:
Huesca (jueves noche). Ayer llegaron, en un automóvil, el poeta Sr. Valle-Inclán, el literato Sr. Pérez de Ayala y el escultor Sr. Miranda. Después de visitar la ciudad regresaron a Madrid. [«Visitando la ciudad», La Correspondencia de España, 28-V-1915: 7]
El Diario de Huesca aportaba algunos detalles más sobre lo que debió de ser el motivo principal del viaje:

Ayer por la tarde llegaron á Huesca, en automóvil, procedentes de Madrid, los ilustres literatos don Ramón del Valle-Inclán, don Ramón Pérez de Ayala y el notable escultor don Sebastián Miranda, encargado por la Junta del Monumento á don Manuel Camo de la ejecución de la estatua de aquel insigne patricio.

Los ilustres viajeros, después de descansar un momento en el Hotel de la Viuda de Chaure, donde se hospedan, estuvieron en el Círculo Oscense, donde se procedió á desembalar el proyecto de monumento.

Como de esta obra y de su autor hemos de ocuparnos con el detenimiento que merecen, dejamos para entonces su descripción y para entonces también los elogios que merece.

Ahora sólo diremos que el señor Miranda ha estado acertadísimo en la ejecución del proyecto del monumento y que éste llamará, por su arte exquisito, por su originalidad, la atención de todos.

Sean bienvenidos los ilustres viajeros. [«De ayer. Viajeros distinguidos», Diario de Huesca, 27-V-1915: 3]
19.
Por desgracia, no se cumplió lo prometido, al menos en lo referente al «señor Miranda», del que ni siquiera se llegó a publicar una breve semblanza. Su nombre solo se desliza fugazmente, junto al de Julio Antonio, en las extensas crónicas con que el periódico de Justo Martínez celebró la inauguración del monumento, a finales de noviembre de 1916 [«Monumento á Don Manuel Camo», Diario de Huesca, 26-XI-1916: 1-3; «El homenaje de ayer á Don Manuel Camo», Diario de Huesca, 27-XI-1916: 1-2]. Los tres visitantes fueron bien acogidos: el hotel de la Viuda de Chaure, fundado por Manuel Chaure en 1877 con el nombre de Hotel de la Unión y magníficamente remodelado en 1908, se consideraba uno de los más prestigiosos de la ciudad [Calvo Salillas, 2004: 148; García Guatas, 46-49]. El Círculo Oscense o Casino, construido a iniciativa de Camo entre 1901 y 1904, constituía el núcleo de la vida social, cultural y recreativa de la burguesía oscense de la época, y era además la sede del Partido Liberal [Calvo Salillas, 2004]; de ahí que fuera precisamente en este hermoso edificio modernista situado en la Plaza de Camo (actual Plaza de Navarra) donde se desembaló el «proyecto de monumento» a «aquel insigne patricio».